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«Lo que viven las violetas». Ese es el sencillo epitafio que cubre una minúscula losa de mármol, a los pies de una colina, mirando ... al Mediterráneo, a las afueras de Málaga. Allí reposa una niña de apenas un año. Violette era su nombre. «Porque te fue negado el tiempo de la dicha, tu corazón descansa tan ajeno a las rosas. Tu sangre y tu carne fueron tu vestido más rico y la tierra no supo lo firme de tu paso». Así comienza el poema que le dedica María Victoria Atencia. Un poema labrado en piedra, que preside la pared norte del cementerio de los ingleses.
Corría diciembre de 1831, eran los duros tiempos del absolutismo de Fernando VII, cuando un joven romántico irlandés de Londonderry encontró la muerte ante el pelotón de fusilamiento en la playa de Málaga. Su pecado: haberse unido al general Torrijos en su intento por acabar con el absolutismo. El cónsul inglés había conseguido permiso para construir un cementerio a las afueras de la ciudad. Uno que pudiera dar sepultura a los protestantes ingleses que morían en aquellas tierras y evitar así que los perros los desenterraran de las playas donde, hasta entonces, eran sepultados quienes no profesaban la fe católica. El cuerpo de Robert Boyd fue el primero en descansar entre los muros del cementerio inglés.
Allí, entre buganvillas y jazmines, reposan hombres, mujeres y niños, poetas y soldados. Descansan los restos de Joseph Noble, médico y parlamentario inglés que dejó en Málaga el hermoso hospital de ladrillo situado frente a la catedral. También duermen allí el sueño eterno las tres hijas de Patrick y Mary Frances Boyle. «Que fueron amadas y agradables en vida y no fueron separadas en la muerte». Fallecieron a las tiernas edades de 2, 4 y 9 años, durante la terrible epidemia de cólera que arrasó la ciudad en 1852. En el extremo opuesto están los 41 marineros alemanes que murieron en el hundimiento del Gneisenau en el año 1900. Separados de la marinería yacen el comandante y el ingeniero. Siempre hubo clases. Un poco más abajo están los restos de pilotos y marinos ingleses de la Segunda Guerra Mundial, muertos en combate en aquel trozo del Mediterráneo. Aquellos de los que se decía que «Inglaterra esperaba que cada hombre cumpliese con su deber». A la vera de la tapia antigua se encuentran Gerald Brenan y su mujer, quien, según reza en su lápida, solo temía de la muerte el no volver a sentir el calor del sol.
Un poco más allá, cerca de la tumba de los marinos alemanes, hay una lápida de granito, con algunas hojas muertas del pimentero que le da sombra y con una rosa ajada, de tallo largo, sobre ella. La rosa reposa diagonal entre los dos nombres de la lápida. La imagen llama la atención por lo romántico. Es una sensación melancólica, a la vez de recuerdo y abandono. Alguien dejó hace tiempo esa flor sobre una tumba que ya nadie cuida. ¿Quién habrá sido el último en visitarla? Nos agachamos a sacudir un poco las hojas y encontrar la sorpresa. Allí descansa un ilustre vallisoletano junto a su esposa. Es la tumba de Jorge Guillén. Un poeta que sufrió represión y exilio. Un poeta que volvió para reencontrarse con los suyos y el sol de Málaga. Un poeta nacido en las nieblas y los fríos de nuestra ciudad. El primer Premio Cervantes de nuestras letras. Aquel día del premio, en 1976, Guillén recibió el premio como símbolo de la concordia y superación de nuestra cruel guerra civil, apuntando que la poesía no es sino símbolo de esperanza.
Guillén eligió ser enterrado en ese cementerio porque es muestra de concordia. Protestantes, católicos y ateos, ingleses, españoles o alemanes. Todos esperan al sol, la resurrección, o el olvido. Un último ejemplo de tolerancia de quien vivió duramente en sus carnes la intolerancia.
La vida es algo fugaz y hermosa. Como decía Pepe Velicia en sus últimos días. «Es como el vuelo de un gorrión que entra, revolotea y sale, de una habitación por la ventana». Demasiado hermosa para perderla odiando. Todo eso se me viene a la mente mientras paseamos mi mujer, mi hijo y yo, bajo el cálido sol mediterráneo de este mayo andaluz.
Todo eso nos enseña este cementerio, romántico y evocador. Una necrópolis en la que reposa, olvidado por casi todos, un vallisoletano ilustre. Por casi todos menos por el anónimo portador de una rosa. Un pucelano que espera alguien que vuelva a leerle los versos que él dejó para siempre en nuestra memoria. «Cada vez que me despierto mi boca vuelve a tu nombre/como el marino a su puerto.»
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