Protección
«La formación política y sentimental van de la mano, por lo que se vuelve trascendente el papel del profesorado y de la familia»
Nacemos en un estado de indefensión y desamparo prácticamente absoluto. Nuestras primeras impresiones, si a esa edad pudiéramos evaluarlas, son de llanto, temor, desconfianza y ... abandono. No es de extrañar, por lo tanto, que estemos programados para buscar confianza, compañía, y protección. Esta es nuestra motivación nuclear y es la que nos mueve, en especial cuando en la vida vienen mal dadas.
Hoy el mundo es inquietante e inseguro, el trabajo incierto para una amplia población y la vivienda escasa y demasiado cara, lo que ayuda a prolongar o despertar el desvalimiento original. No es de extrañar entonces que las gentes, mediante un reflejo irreductible, se muestren más egoístas e individualistas y se guíen por el principio natural de sálvese quien pueda.
En estas condiciones, asociarse en busca del bien común y la solidaridad es más complejo que incluirse en un colectivo populista que solo exige participar en un cómodo ideario belicoso y demonizado. En este ambiente, erizado de enemigos y extranjeros claramente identificados, uno se siente más protegido y, en cierto modo, vuelve a representarse las luchas escolares entre romanos y cartagineses, moros y cristianos, donde el triunfo final de los nuestros no se escatimaba. Por otra parte, el estilo insultante y faltón parece más eficiente, más legítimo y confiere mayor veracidad que el habla pausada, el debate tranquilo y la búsqueda de acuerdo. A menudo, el discurso violento y apabullante desprende más autenticidad solo por ser airado y bravucón, al igual que la mentira parece más verdadera cuanto más cuantiosa y exagerada se muestre. Cien mentiras protegen mejor a una mentira cualquiera, y una mentira colosal sostiene a las más blandengues y las vuelve más creíbles y ciertas.
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La pertenencia a un credo radical o a un grupo populista, sea de derechas o de izquierdas, acompaña celosamente a los discursos misóginos, homófobos, nacionalistas y xenófobos. Sobre estos pilares precisamente descansa hoy el anhelo de seguridad y el espanto del miedo. Bajo esa cubierta, aparentemente segura pero amenazada de derrumbamiento, como una cornisa mal ajustada en medio del paseo, los ciudadanos buscan la tranquilidad a fuerza de dar gritos y amenazar a quien intente ocupar junto a ellos un espacio propio, aunque sea el de un esclavo obediente y eficaz. En caso contrario, no se sienten protegidos sino traicionados por los demás.
Y a este estado emocional de protección se llega sorprendentemente por vía democrática, no nos engañemos. Se alcanza mediante elecciones donde los valores de las personas se rasan a la baja y el peso de la mayoría impone sus decisiones. Y como si debieran pagar justos por pecadores, se somete la calidad al arbitrio de la cantidad y se prescinde o sospecha de la opinión que esgrimen historiadores, técnicos, expertos y pensadores, a los que acusan, a veces con razón, de elitismo y despotismo ilustrado sobre la gente sin instrucción.
Así las cosas, igualados el necio y el sabio por el amuleto del voto, volvemos a comprobar que el concepto de democracia no es esencialmente político, o no lo es tanto. Es más bien personal y subjetivo, aunque su prolongación exterior sea siempre social. Son las personas las que son o no democráticas, las que lo son más o menos y con mayor o peor calidad. No lo son por sí mismos los estados ni los gobiernos ni las poblaciones, sino lo sujetos, los individuos armados de una papeleta que blanden como una garantía de convivencia y racionalidad. Y en este ámbito, la educación, la cultura, la disciplina y los afectos juegan un papel principal. La formación política y sentimental van de la mano, por lo que se vuelve trascendente el papel del profesorado y de la familia, así como el hecho de abogar porque las discusiones en el parlamento discurran a puerta cerrada, a ver si así sus señorías se callan o al menos nos queda el consuelo ejemplarizante de no verlos.
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