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Celebración del Día Internacional contra la LGTBIfobia en La Habana, Cuba. AFP
Crónicas del manicomio

¿Por qué?

«La diferencia sexual, que hasta ahora era el centro de gravedad del deseo, pasa a contar con el mismo poder de atracción o repulsión que cualquier otra»

Fernando Colina

Valladolid

Viernes, 16 de mayo 2025, 06:59

Con permiso del lector lanzo al aire una pregunta. ¿Por qué ha crecido tanto el número de personas que se reconocen lesbianas, gais o indiferentes, ... y lo hacen sin apuros, miedo ni jactancia? El hecho, tal y como lo formulo, parece incontrovertible, tanto si se acepta la opinión de quienes se dedican a sondeos y estadísticas, como si se recurre a la propia experiencia y pasamos lista entre las personas conocidas.

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Cabe pensar, como primera hipótesis, que la naturaleza es mucho más bisexual y androgénica de lo que creíamos, y que la afable cultura ha salido a su encuentro y han decidido conjuntamente abrir todos los armarios o retirar por su cuenta las cerraduras. Pero esta respuesta inicial, algo sumaria y precipitada, abre dos posibilidades distintas. Una, que la frecuencia aumenta porque la gente sale más tranquila y confiada del ropero, animada por la mayor tolerancia social y por el orgullo combatiente del que han dado cumplido ejemplo. Otra, que los armarios se estaban llenando a rebosar por exceso de producto, y han forzado un dispositivo de seguridad que ha despejado las salidas y ha volcado en la calle a todos los disidentes de la llamada heterosexualidad normativa.

En el primer caso, recurrimos para explicarlo a la hipótesis represiva, que con sus ataduras morales y disciplinarias, hoy en desuso, sostenían la heterosexualidad como única salida. En el segundo, en cambio, se aborda con más profundidad la alternativa. Su explicación se atiene a la idea de que la bisexualidad creciente de la población se impone como resultado indirecto de la lucha de la mujer a favor de la igualdad y contra la discriminación y la tiranía masculinas.

En esta rebelión igualitaria descansa la clave del suceso. Dado que el feminismo aproxima las diferencias jerárquicas, que son el motor y el engranaje principal de los deseos, la diferencia sexual se debilita y se vuelve más indiferente. Pierde sus privilegios. En un marco de igualdad, donde tanto monta uno como el otro, la orientación sexual resulta irrelevante y ve reducida su importancia. Eliminado así el gradiente de poder, gracias a la progresiva igualdad entre hombre y mujer, los genitales se convierten en una parte más del cuerpo, mucho más neutra que antes, y dejan de ser identificados como polos de atracción del deseo, irremplazables y excluyentes.

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Como consecuencia inmediata de este proceso, el deseo sexual se reduce al orden estético y queda convertido en un juego de gustos y ascos que ya no tiene en la división genital la clave de sus preferencias. La diferencia sexual, que hasta ahora era el centro de gravedad del deseo, pasa a contar con el mismo poder de atracción o repulsión que cualquier otra, ya sea de pelo, color, estatura, simapatía o raza. En cierto modo se transforma en una mera diferencia carnal, más insignificante, bajo cuyo rótulo nos atraen los cuerpos o las partes del cuerpo que, al margen de su sexo, nos excitan y despiertan oportunamente el ardor de eros. De esta suerte, el camino para una homosexualidad o bisexualidad crecientes queda abierto de par en par. Cualquier obstáculo prohibitivo que se interponga a partir de entonces, admite una justa reprobación y la crítica de convertirse en antifeminismo y falocracia.

La referencia edípica, que hasta ese momento explicaba la génesis de la orierntación sexual, valiéndose de la dialéctica entre la atracción materna y la prohibición del padre, deja de dar cuenta de la elección. Papá y mamá ya no están tan presentes. No hay un porqué en la elección erótica que vaya más allá de la experiencia estética que cada uno construye en torno a placeres, preferencias y afinidades electivas inexplicables. El azar y la sinrazón se adueñan de los gustos y los vuelven más sencillos y espontáneos, pero a la vez más impenetrables.

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Hacia mediados del siglo XVII, el místico Angelus Silesius escribió un comentario bastante determinante para lo que tenemos hoy entre manos: «La rosa es sin porqué, florece porque florece, no presta atención a sí misma, no pregunta si uno la ve».

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