Alda Merini
«El hombre es socialmente malvado, un sujeto malvado. Y cuando encuentra una tórtola, cualquiera que habla demasiado lento, alguien que llora, le echa encima su propia culpa y así nacen los locos»
Alda Merini, célebre poetisa italiana, es un claro ejemplo de mujer psíquicamente maltratada y desafortunada. En 1965, con treinta y cuatro años, dos hijos y ... un marido tiránico, ingresó por decisión de este último en el hospital psiquiátrico Paolo Pini de Milán, donde permaneció durante diez años. Sabemos de su dramática experiencia por el singular libro que publicó en 1986, 'La otra verdad', mezcla de descripción lírica de la vida en el manicomio y de documento sobre la crueldad humana.
De vuelta a la vida en libertad, Alda se hizo célebre por su talento poético, ganando distintos premios literarios y figurando como candidata italiana al Nobel. Del manicomio dijo que era una institución falsa, «una de esas instituciones que, creadas bajo la égida de la fraternidad y la comprensión humana, no sirve para otra cosa que para aliviar los instintos sádicos del hombre». Tras recibir treinta y siete electrochoques solo se le ocurrió decir que «salir viva fue un milagro pues allí se entraba para morir». Fue muy crítica con esa manía de la psiquiatría, de nuevo popular hoy en día, de combatir la locura provocando convulsiones. Sobre los tratamientos por descarga eléctrica comentó que la dejaron un «agujero negro» en la memoria, al que había que añadir el desánimo producido por el alimento tóxico de los fármacos. A estos últimos se refirió recordándonos que «los estrangulamientos del espíritu que producían eran horrendos y la masacre del corazón detestable».
Conocidos estos antecedentes se entiende que concluya el libro con una inquietante conclusión sobre la naturaleza del loco: «El hombre es socialmente malvado, un sujeto malvado. Y cuando encuentra una tórtola, cualquiera que habla demasiado lento, alguien que llora, le echa encima su propia culpa y así nacen los locos. Porque la locura, amigos míos, no existe. Existe solo en los reflejos oníricos del sonido y en aquel terror que todos tenemos arraigado de perder nuestra razón».
Aun así, y esto hace más impresionante y paradójico su testimonio, durante esos años de ingreso volvió voluntariamente en distintas ocasiones a disfrutar y padecer de su encierro. Por entonces, su peor infierno estaba afuera, «en el contacto con los otros que te juzgan, te critican y no te aman». A fin de cuentas, añadió, «la enfermedad mental no existe, pero existen los agotamientos nerviosos, las penas familiares, la responsabilidad por los hijos, la dificultad de amar». Como vemos, hay personas que, pese a los tormentos del cautiverio, una vez encarceladas se sienten protegidas de la sociedad y la familia, hasta el punto de perder la voluntad de salir y el ansia natural de escapar. Como si a su locura propia se añadiera otra artificial más condescendiente.
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