Escala de narcisos
«La soberbia del creyente es una figura proverbial de la jactancia. Hay quien quiere a Dios para ponerse a su altura y no bajarse ni a tirones del altar»
Todos nos merecemos puntuar en la escala de narcisismo. Un modo de hacerlo se limita a medir el grado de autoestima de cada uno. Al ... que la tiene por el suelo se le califica de hipo-narciso, y se le invita a que se valore más a sí mismo y a leer libros de autoayuda. Aunque esos libros son tan simples que desaniman a cualquiera que no necesite agarrarse a un clavo ardiendo para no andar agachado o a rastras por el piso. En sentido contrario camina el hiper-narciso, que se ofrece al mundo encantado de haberse conocido, sin que ninguna desgracia le doble el espinazo ni haya crítica que le apechugue o le asfixie. Según esta trivial escala, uno peca de subestima y el otro de presunción y exhibicionismo.
Sin embargo, desde un punto de vista más técnico o más crítico o, sencillamente, más acorde con la complejidad psíquica, la escala de narcisos así planteada es insuficiente, pues se limita a la ponderación cuantitativa de las estimas. Necesitamos complementarla con el estudio de la repercusión que nuestro narcisismo tiene sobre los demás bajo un punto de vista cualitativo. Y en ese menester, el mandato de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo es una guía orientativa, aunque resulte difícil de visualizar y despierte muchas dudas sobre su aplicación.
Primero, porque hay quien ama a Dios para aprovecharse del tirón y quererse más que a nada. La soberbia del creyente es una figura proverbial de la jactancia. Hay quien quiere a Dios para ponerse a su altura y no bajarse ni a tirones del altar. No es lo mismo amar al aguacil que al alcalde del municipio, y en esta graduación jerárquica lo más cómodo es amar a Dios para ascender hasta la cúspide social sin andarse por las ramas. Un amor interior e intimo, que escapa a la visibilidad ajena, se presta bien a las componendas mentales. Al menos si no le sometemos a la prueba de la acción, y juzgamos a las personas por lo que hacen antes que por lo que dicen.
En segundo lugar, y aquí se intensifica el conflicto, amar a los demás como a uno mismo no es una norma fácil de digerir, incluso no parece justa ni razonable. Pero, aparte del acierto o error de Dios al promulgarla, pues Dios mete mucho la pata, es una realidad que las cosas del amor necesitan cierto equilibrio. Una prudencia que rompen los que se lamentan de no desear nada y pasan el día deprimidos, pues la melancolía es muy egoísta y quien se siente muy triste tiende a hablar sólo de su tristeza y se desentiende 'alegremente' de las obligaciones de la sociedad. Quien poco se estima menos estima a los demás.
Pero tampoco el narcisista omnipotente se muestra muy generoso. Quien mucho se valora tiende a vampirizar al resto y no da muestras de sensibilidad, empatía o conmiseración. Hay dos tipos de perversos narcisistas, los que se empachan de culpa y los que han secado esa fuente interior.
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