Elogio de lo políticamente incorrecto
«Y, puestos ya a reivindicar aspectos tenidos por obsoletos, defendamos no solo las carreras: también las oposiciones como el sistema menos malo con que acceder a la administración pública»
Hemos llegado a un momento del mundo en que se vuelve casi obligado reivindicar cosas que hasta no hace mucho se veían como normales y, ... hoy, no resultarían políticamente correctas: por ejemplo, los estudios. Y no digamos ya dedicarse a la investigación. Ni lo uno ni lo otro dan dinero, que –con la fama o más concretamente la notoriedad– es lo que constituiría la única medida del éxito. Defender los estudios equivale a defender la continuidad e independencia de las instituciones académicas. Lo cual implica tanto la transmisión como la internacionalización de los saberes más allá de fronteras y épocas. Sin embargo, sigue estando muy en boga entre cierta élite artística e intelectual llevar a gala haber abandonado la educación universitaria por anticuada y, a la postre, inútil para abrirse paso en la vida y prosperar dentro de su entorno.
De ahí la conveniencia de formarse o vivir fuera del contexto y cultura en que se ha nacido. Porque ello no nubla ni quita la visión de lo propio, sino que más bien, y como nos enseña la práctica antropológica, es asunto que favorece –justamente– lo contrario. Por otro lado, el residir en distintos lugares y países –o reinventarse desempeñando diversas profesiones y oficios– no debe remitirnos al pasado, ya que se vislumbra que esta va a ser la realidad en el futuro para una buena parte de la población mundial, como –de hecho– ya viene sucediendo en EE UU y otras naciones. Aunque, en un renqueante presente, donde se supone que la especialización ofrece mejores oportunidades de trabajo, recuperar la figura del 'polímata' (o persona con conocimientos en varias materias humanísticas) parezca todavía algo antiguo por demasiado moderno o avanzado.
Y, puestos ya a reivindicar aspectos tenidos por obsoletos, defendamos no solo las carreras: también las oposiciones como el sistema menos malo con que acceder a la administración pública. Y –probablemente– el mejor modo de garantizarse la independencia en una nación donde la intelectualidad sigue siendo, en bastantes casos, 'orgánica'. Esa «España de los mandarines» –según la ha denominado algún autor– en que los políticos consagran a los popes de la cultura, dan prebendas y mantienen chiringuitos por igual. Dentro de la elección de estudios o profesión (y siempre que ello proceda), arrostremos –incluso– lo que, ahora, no pocos consideran un crimen contra el progreso, dejando a un lado las matemáticas y su aplicación a las nuevas tecnologías para abrazar las «viejas y decadentes» carreras de letras: las denostadas Humanidades.
Otra inclinación no muy recomendada por «el signo de los tiempos» es asumir y escoger el regreso a pequeñas ciudades de provincia o al medio rural, en una comunidad autónoma de la cual, como sucede en Castilla y León, la gente acostumbra más a irse que a volver. Y ese retorno sería especialmente chocante si se ha conseguido ya una buena situación laboral o destino funcionarial en alguna de las grandes capitales españolas. Puesto que se lleva mucho hablar de la «despoblación» últimamente, pero menos de enraizarse en el campo de nuevo, por las dificultades que presenta –en cuanto a escasez de servicios básicos–, así como por las equivocadas políticas efectuadas cara a la permanencia de población en aquel. Sin olvidar la negativa influencia que una errónea idea de progreso, ligada exclusivamente a las urbes, sigue teniendo entre las élites de nuestro país.
No está de moda tampoco elogiar la adhesión y pertenencia a una comunidad autónoma cuestionada desde dentro, como la de Castilla y León. Y hasta reivindicar su hibridez identitaria –si se presta–, pues son bastantes los ciudadanos de esta región que han nacido en territorios intermedios, a caballo de lo castellano y leonés, o han vivido por motivos profesionales en unas cuantas provincias de la Comunidad, sintiéndose –por eso– un poco de cada una de ellas. Y todo indica que habremos de ser las gentes corrientes quienes nos comprometamos con la viabilidad de nuestra tierra, ya que da la impresión de que algunos de quienes se encuentran actualmente en su gobierno son quienes menos creen en un porvenir de desarrollo en común.
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