Las dos últimas semanas han definido los perfiles poliédricos de la inmigración y del proceso de adaptación a la misma de sociedades del bienestar y ... avanzadas en derechos como la nuestra. En un puñado de días, las estadísticas han vuelto a plasmar la doble cara del fenómeno: el drama de los más de 600 extranjeros que han llegado en la última oleada a las costas españolas jugándose la vida por la esperanza de una mejor y el éxito –colectivo– que representa que tres de los 22 millones de afiliados a la Seguridad Social provengan de otros países.
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En estas mismas jornadas, la política se ha recreado en las discrepancias en torno a una problemática real e inaplazable en su solución –la atención y distribución del millar de menores en Canarias bajo solicitud de asilo, con el reparto de varios miles más, sin esa condición, pendiente desde hace más de un año– y alrededor de una polémica inflamada interesadamente, la de las celebraciones de ritos musulmanes en Jumilla. Este somero cuadro evidencia hasta qué punto, y felizmente por lo que supone en términos de apertura, solidaridad y también pujanza económica, España se ha asentado como tierra de acogida para quienes se van de las suyas hostigados por las penurias, las guerras o la falta de expectativas. Que la cifra de afiliados extranjeros haya crecido con 200.000 ocupados más en los últimos doce meses certifica las potencialidades de la integración. Para los que se quedan entre nosotros y para la diversidad de un país que precisa, por añadidura, mano de obra.
El argumentario sobre las necesidades del mercado laboral español, bienintencionado y útil para combatir la xenofobia, no debe solapar en cualquier caso la premisa humanitaria de asistir al vulnerable y ofrecerle oportunidades vitales. Sobre ese fundamento, entre otros valores, se levantó la Europa unida hoy amenazada por los extremismos excluyentes. Hacerse cargo singularmente de los menores migrantes, estén bajo asilo o no, ha de ser asumido como un mandato empático y responsable al margen de la legítima reclamación al Estado de que a esa red de acogida se le procuren los suficientes recursos materiales y profesionales. Y después conviene tener presente que su integración efectiva, una suerte de contrato social que comprometa a todas las partes, contribuirá al futuro compartido de esta sociedad. Porque el menor asistido hoy está llamado a ser trabajador en nuestro porvenir. Y al que puede hacerse acreedor y no solo en tareas despreciadas y precarizadas.
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