Dignatario de la locura
Crónica del manicomio ·
«Artaud se permitió recordarle a su psiquiatra que la primera obligación era devolverle la libertad y no tratar su estado místico, sus poemas (...) como si fueran una enfermedad»ELa vida de Antonin Artaud, poeta, dramaturgo, escritor e incluso actor, nacido en 1896 y fallecido en 1948, merece el calificativo de irrepetible. Entre todos ... sus méritos destaca para mí uno, el de dignatario de la locura. Pocas personas han conducido tan lejos, hasta los confines de la verdad y el dolor, la experiencia fagocitada de su cuerpo y la profundidad insólita de su desvío mental. A sabiendas, no obstante, que el uso del término «desvío» en este caso posee una acepción de singularidad no estadística, de extravío lúcido del engranaje mental.
Perito en profundidades, permaneció ingresado durante nueve años en distintos manicomios franceses hasta que fue liberado en 1946, poco antes de su muerte. Liberación que, en esta oportunidad, como sucede la mayor parte de las veces, da cuenta mejor de los hechos que los términos de alta o curación. Un loco merece otro trato que el dispensado bajo las ideas de permiso o mejoría. Es acreedor ante todo de libertad, de una libertad entendida en su más honda y desconocida significación. Al menos, esto o algo parecido, es lo que intentó inútilmente enseñarnos: «En todo demente –escribió– hay un genio incomprendido del que causó pavor la idea que despuntaba en su mente».
Artaud se definió a sí mismo como aquel que conoce los rincones de la pérdida. En cierta ocasión se presentó también como un obrero que, en vez de trabajar en la extensión de cualquier dominio, trabajaba sobre lo que llamó una «duración única». Una duración no prolongable ni repetible, un tiempo inmediato y presente que, si asumimos su definición, solo podemos entrever como el tiempo de la «crueldad». Una crueldad, no obstante, que a su juicio no contiene sadismo ni sangre, sino que se reconoce bajo la reivindicación del derecho a romper con el sentido usual del lenguaje y despertar el «apetito por la vida, el rigor cósmico y la necesidad implacable».
Este hombre que, como subrayó un contemporáneo, poseía la imagen de un dolor innombrable y de una desesperación indistinguible, es el artífice de una noción de locura que, aún en la actualidad, irrita y atemoriza a los hombres cuerdos y, especialmente, a los más cercanos, a los dedicados a la psiquiatría. A estos, precisamente, les dirigió algunos de los comentarios más improbables que se recuerdan, recogidos con fruición, hoy en día, por los heroicos representantes de la psiquiatría crítica.
Se permitió, sin ir más lejos, recordarle a su psiquiatra que la primera obligación era devolverle la libertad y no tratar su estado místico, sus poemas y sus cantos como si fueran una enfermedad. Justamente le animó a que recuperase su verdadera alma y considerara que una serie más de electrochoque le aniquilaría.
En estos días de pandemia, Halloween y muerte, no está de más recordar, como homenaje a su genio y dignidad, una de sus determinaciones más abnegadas y condescendientes: «Creo que renuncio a morir».
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