Una comunidad encerrada en sí misma
«En suma, muy pocas oportunidades (hay) de 'escapar' por el cielo del calor y el hastío (más que estío) de Castilla y León, si eso es lo que se quiere»
Cuando todavía el agobiante calor de los últimos días no se ha ido y el verano está llegando, son muchos quienes en Castilla y León ... preparan sus maletas para salir de vacaciones. Y si la opción es marcharse en avión a alguna playa insular, la cosa no resulta nada fácil. En Valladolid siempre nos queda la de Las Moreras –que no es isla, pero en otros tiempos casi lo pareció–, con sus desnudos achicharrados al sol, las aguas dudosamente salubres y una polémica celebración de San Juan (desmadre incluido). Noche joven que arde y quema sus deseosas ensoñaciones en el resplandor de antiguos rituales. Música, danza, oscuridad, abrazos y arena.
Ha de decirse, en efecto, que irse lejos «en un vuelo» para dejar atrás la sensación de asfixia de estas tórridas tierras de interior no es, en efecto, sencillo. Porque en esta Comunidad Autónoma hay cuatro aeropuertos (demasiados, según algunos) y, sin embargo, pocas posibilidades de alcanzar –partiendo de ellos– lo que se entiende por «destinos turísticos»: desde el de Burgos no cabe trasladarse a ningún lugar 'veraniego'; desde León, que es el aeropuerto con mayor variedad de oferta, se puede viajar a varios puntos de las Baleares, además de a Gran Canaria y Málaga; desde Salamanca, solo a Mallorca; y desde Valladolid, a Mallorca y Barcelona, e –incluso– en dos contadas fechas, una de julio y otra de agosto, hasta existe la curiosa opción de volar a Chipre.
En suma, muy pocas oportunidades de 'escapar' por el cielo del calor y el hastío (más que estío) de Castilla y León, si eso es lo que se quiere. Se acabó la época en que, por ejemplo, desde el mismo aeropuerto vallisoletano de Villanubla se optaba a la excitante –o prometedora– sensación de abrir un amplio circuito de rutas y destinos internacionales: Portugal, Francia, Italia y el Reino Unido estaban al alcance de la mano (o de un salto aéreo) y –en ciertos casos– más de un día a la semana. Desaparecieron los vuelos semanales entre Lisboa y Valladolid como lo hicieron aquellos entre Valladolid y Londres. Se tornaron París y Roma –otra vez– destinos lejanos. Para cualquier conexión con aviones que nos lleven a otros países se ha vuelto obligado desplazarse a Madrid o Barcelona.
Por lo que se podría pensar que, como el mítico Ícaro, nuestra Comunidad derritió las alas con que, en su momento, esperaba volar hacia los demás territorios del orbe –al contacto con los rayos del astro rey–. Un sol que no sería otro que ese gigantesco nudo de comunicaciones llamado Madrid. En lo que respecta a Valladolid, la cercanía de la capital de la nación determinó que todos los caminos que –desde aquí– conducían al «mundo exterior» tuvieran, en un tiempo, que pasar por ella. Y esa dependencia e identificación en lo económico, lo laboral o lo político con una ciudad que es imagen y emblema de la centralidad, probablemente no siempre haya sido algo beneficioso.
Dédalo e Ícaro, con las alas construidas por el primero, pretendían –finalmente– huir del laberinto que aquel ideó para encerrar al Minotauro, un ser monstruoso nacido de una anómala relación. Castilla y León no produce –precisamente– la impresión de que, en la actualidad, esté en disposición de liberarse y salir de su particular laberinto, sino más bien de adentrarse en él: en la pugna entre ser una región diferenciada, con su propio proyecto o identidad y una planicie o terreno de juego en que tienen lugar batallas partidistas de carácter nacional.
En tal sentido, el hecho de que cuatro aeropuertos autonómicos apenas sirvan para comunicarnos directamente con otras capitales, provincias y regiones de dentro o fuera de España constituye un curioso fenómeno que debería hacernos reflexionar. Pues ello es –seguramente– todo un símbolo de una Comunidad cada vez más cerrada sobre sí misma; de un territorio en que una miríada de jóvenes se ven forzados a pensar, año tras año, que no les resta otra solución que emigrar o, si no lo hicieran, continuar resistiendo heroicamente en este laberinto. Y reconozcamos –también– que los mitos, como el de las alas de Ícaro, siguen enseñándonos lecciones o verdades que la realidad –a menudo– nos oculta.
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