El Código Penal
«Por las funciones tan esenciales que el Código Penal cumple, debería ser tratado con sumo cuidado, con sosiego y con rigor»
El Código Penal es un asunto serio. Frente a lo que sucedía en etapas históricas pasadas, donde la voluntad del monarca absoluto o del tirano ... eran causa suficiente para la incriminación, el Código Penal cumple una función de garantía en las sociedades modernas. Más aún, tiempos hubo en que la reacción popular espontánea, la mera denuncia o sospecha presentada ante un tribunal de pureza religiosa o ideológica, la iniciativa de un grupo social influyente o de una organización poderosa, legitimaban la iniciación de un proceso inquisitorial que podía terminar en la hoguera o en el patíbulo.
Afortunadamente, la evolución social, entre otras muchas cosas, también se identifica por esto: las personas, físicas y ahora también jurídicas, solo pueden ser condenadas por los delitos que están previamente establecidos (tipificados, decimos en el lenguaje jurídico) en el Código Penal; y solo pueden condenar los jueces y tribunales cuando ha quedado suficientemente probada la autoría, porque, de lo contrario, la presunción de inocencia beneficia al que, hasta ese momento, es presunto culpable, por muchos indicios que existan contra él.
Hasta tal punto estos principios elementales son seña de identidad de los estados modernos, que, si alguien cometiera un acto que toda la sociedad, o la mayoría, considerara ilícito, intolerable o sancionable, pero no está tipificado en el Código Penal, no cabría la posibilidad de dictar una condena; y tampoco retroactivamente si se tipifica 'a posteriori', lo mismo que no cabe elevar una condena ya dictada si un delito que ya está en el Código se reforma para aumentar la pena prescrita. Sí ocurre lo contrario: si se modifica a la baja, la reducción de pena beneficia al que ya está condenado. Nuestra Constitución es un buen indicador del nivel de garantía en aplicación de estas reglas: vean los artículos 9, 17, 24 o 25 y ahí lo comprobarán.
Así que se entiende bien que, en una sociedad democrática, el Código Penal cumpla esta función esencial de garantía jurídica personal y, a la vez, represente ese llamado «mínimo ético» que, más allá de las creencias, ideologías opiniones o procedencias de cada uno, todos deben respetar y a todos debe poder ser aplicado, si llega el caso. Lo mismo que se entenderá bien que, para mayor seguridad y mayor previsión, los legisladores deben intentar que el correspondiente Código Penal sea lo más claro y preciso posible, esto es, que se sepa con la mayor claridad que es lo que queda prohibido, ya que lo demás estará permitido y no podrá ser perseguido ni sancionado; o sea, que se trata de que los delitos estén definidos con el más elevado rigor jurídico y lingüístico posible, para que el margen de interpretación que el juez haya de emplear en la aplicación al caso concreto sea el mínimo deseable.
Llegados a este punto, tal vez se estén preguntando a qué viene esta perorata a estas alturas, cuando esas reglas básicas son evidentes, suficientemente conocidas y aceptadas, y no ofrecen discusión. Me acojo a la advertencia de algún clásico que decía que lo evidente es justamente lo que con más frecuencia debe ser alegado, porque es lo que con más frecuencia se olvida, de tanto darlo por supuesto. Y a esto voy.
Si hacemos un repaso retrospectivo de hemeroteca en tiempo próximo, podemos observar que con relativa frecuencia se han planteado, ofrecido, sugerido o discutido eventuales reformas del Código Penal; unas veces como reacción a algún episodio, otras al calor de una campaña electoral, otras en el contexto de un determinado objetivo político, etc., etc. Hay de todo. Una apretada, y acaso selectiva, síntesis nos pondrá sobre la pista, insisto que solo referida al pasado inmediato. Unas veces se suscitan, otras se sondean, a menudo se olvidan; hay de todo.
Quizá el caso más sonoro ocurrió a propósito de la sentencia de La Manada, que puso de manifiesto que la distinción penal entre agresión y abuso sexual ofrecía algún flanco. El Tribunal Supremo lo corrigió, interpretando que, en determinadas circunstancias, como las que concurrían, la superioridad y el prevalimiento pueden ser de tal naturaleza que provocan una situación de intimidación equivalente a la que se exige en la violación. Pero ahí quedó el debate, y eso que saltaron todas las alarmas con la primera sentencia, y se propusieron reformas inmediatas para neutralizar el riesgo interpretativo en el futuro. Tal vez ahora el debate esté subsumido en otro, ese que se simplifica bajo el «no es siempre no», o «solo el sí es sí», de delicada traducción penal, y que debería plantearse con el suficiente cuidado jurídico para evitar inseguridades futuras.
Vinieron luego promesas y sugerencias más vinculadas al contexto político pre y postelectoral, tan distintos últimamente: volver a penalizar la convocatoria de un referéndum ilegal y reducir la condena prevista por el delito de sedición, con fines de homologación comparativa, son ejemplos bien significativos en un sentido y en otro, y motivo evidente de reflexión sobre los riesgos e inconvenientes que suele tener el recurso precipitado al Código Penal.
Todavía más recientemente se han suscitado, con alcance penal directo o indirecto, otros variados asuntos. Alcance penal directo tendría, por ejemplo, una eventual penalización del «enaltecimiento de la dictadura franquista», que ha motivado ya un interesante debate con argumentos favorables y contrarios, en el que personalmente me inclino por reservar la sanción exclusivamente a los casos en que haya incitación clara al odio o a la violencia, y exactamente por este motivo. O, en fin, incidencia penal indirecta podrán tener, y lo tendrán a la vista de la legislación hoy vigente, cuestiones como la eutanasia (hoy aún es delito la inducción o cooperación al suicidio ajeno, aún con posibles atenuantes) o el paso ilegal de fronteras (las «devoluciones en caliente» están necesitadas de régimen legal tras la reciente sentencia europea).
Lo que, entonces, concluyo es eso: que por las funciones tan esenciales que el Código Penal cumple debería ser tratado con sumo cuidado, con sosiego y con rigor; es un producto delicado, y no admite bien ni la improvisación ni la agitación.
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