China, un imperio opaco
Los halcones de ambos bandos comienzan a sospechar que se acerca un periodo de guerra fría y crecientes tensiones entre las dos superpotencias, y los expertos formulan sus iniciales especulaciones
El reloj de la historia marca en China las horas con el retraso y secretismo que impone su vocación eterna de imperio milenario, defendiendo así ... misteriosamente y siempre con el mismo tesón su poderío escondido tras la gran muralla que levantó hace veinticinco siglos frente a las invasiones de los nómadas mongoles. Ningún otro pueblo de la Tierra logró mantenerse a salvo durante tanto tiempo de cualquier contaminación extranjera. Es tal la opacidad de su gobernación, cuya maestría ha elevado a China al segundo lugar en la lista de las grandes potencias mundiales, que el origen de la pandemia más virulenta de la historia sigue siendo un asunto velado por el régimen comunista de Xi Jinping. El líder chino acelera ahora al asalto comercial de occidente y la ocupación estratégica de los países del tercer mundo con ansiados recursos naturales.
China, su economía y las reglas de convivencia de sus ciudadanos, vive una nueva normalidad rayana en la insolencia frente al resto del mundo enfrentado, a otra ola de contagios y a la aparición de nuevas mutaciones del virus. Las autoridades de Pekín han prescindido de aplicar a su población las costosas campañas de vacunación, aunque la República Popular alcanza el dudoso privilegio de inscribir dos nuevas vacunas del covid-19 en el registro de la Organización Mundial de la Salud. Los buenos oficios de esa agencia de la ONU en favor de China y la benevolencia de su Director General, el etíope Tedros Ghebreyesus, sitúan a aquel poderoso país en la rampa de despegue de otra operación a escala planetaria: la fabricación masiva y el suministro de sus vacunas a todos los países donde la diplomacia, el negocio comercial y el control de su desarrollo económico patrocinados por Pekín desde hace décadas actuará como otra punta de lanza en la ocupación estratégica de una treintena de países menos favorecidos americanos, asiáticos y africanos.
A pesar del tiempo transcurrido desde el inicio de la pandemia, pocos países se atreven a celebrar su éxito frente al virus que sigue arrasando a medio mundo. Tampoco se conoce con certeza el origen de mal, porque ni siquiera las baladronadas de Donald Trump lograron derribar las puertas de los laboratorios de Wuhan, probable origen del contagio. En un gesto de aparente coraje, el presidente norteamericano Joe Biden ha dado a la CIA un plazo de noventa días para acabar por fin con el misterio. Y así, en un ejercicio de diplomacia en apariencia resolutivo, la teoría del origen del coronavirus en el laboratorio bajo sospecha de Wuhan pasa de ser entendido y publicitado como una peligrosa conspiración china contra el occidente capitalista a un simple accidente de investigación científica.
Nunca habían funcionado tan bien como hoy las reglas de su aparente buena convivencia entre las dos superpotencias, el poderío del mercantilismo capitalista de los Estados Unidos de América y la insolente ambición del mercantilismo comunista de China. El régimen autoritario de Pekín, con la ancestral maestría de su opacidad y eficacia a la hora de tergiversar la narrativa de cualquier realidad, se ha amurallado tras una tesis rocambolesca y escasamente creíble: que el Coviv-19 llegó a la ciudad mártir de Wuhan escondido en una suerte de caballo de Troya, los productos congelados importados a China desde Europa.
El enfrentamiento comercial y arancelario ha amainado y no suenan tambores de guerra en ese peligroso territorio de las relaciones entre la Casa Blanca de Washington y el Zhongnanha, sede del del gobierno en Pekín. El viejo zorro Joe Biden y el pragmático Xi Jinping se han dado una tregua prudente de tanteo. Sin embargo, los halcones de ambos bandos comienzan a sospechar que se acerca un periodo de guerra fría y crecientes tensiones entre las dos superpotencias, y los expertos formulan sus iniciales especulaciones. Según el almirante recientemente jubilado James Stavridis, Comandante Supremo de la OTAN y durante muchos años estratega del Pentágono en en Pacífico, el equilibrio impuesto por el temor a una confrontación bélica ha mantenido en la lejanía un posible guerra entre Estados Unidos y China. Sin embargo, la guerra fría está servida, sostiene el almirante en un artículo publicado en una revista militar: «Nadie puede ganar hoy una guerra total, y el mejor modo de evitarla es convencer al enemigo de que tiene mucho que perder o que será el principal derrotado».
El reglamento bélico de Sun Tzu, el primer estratega que aconsejó el uso de espías antes de la batalla en su famoso Tratado del Arte de la Guerra, aconseja «vencer al enemigo sin derramar sangre». Desde las iniciales navegaciones chinas hacia occidente, hace seis siglos, hasta la Guerra del opio de los ingleses para doblegar al dragón chino, la conquista de aquel gran imperio oriental fue un espectáculo de grandes ambiciones bélicas. Una de ellas la alimentó el misionero agustino Martín de Rada, en carta desde Filipinas que le llegó al rey Felipe II en 1569: «la gente de China no es nada belicosa y su confianza está en la multitud de su gente y en la fortaleza de las murallas… Y así creo que, mediante Dios, fácilmente y no con mucha gente serán sujetados».
China, imperio del dragón al fin despierto, mantenía entonces su atractivo de tierra lejana, misteriosa y deseada, imperio ancestral cuyos científicos conocieron la redondez de la tierra antes que Eratóstenes. Hoy los investigadores chinos se entregan a la manipulación de virus con potencial pandémico y logran avances espectaculares, pero esos complejos organismos pueden convertirse en bombas nucleares bacteriológicas.
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