Horchata sin rutina
«Dilatar el tiempo de sumarse a las tradiciones masificadas produce un placer totalmente confesable»
Tienen estos primeros días de agosto una luz propia, mitad candelas mitad emociones diversas y dispersas, que les dota de una singularidad propia, ajena al ... calendario ordinario, con su propio concierto, podríamos decir, como si el año fuera un estado confederal y las semanas se desentendieran unas de las otras. Algo así, pero sin lenguas que separan. No es el supremacismo de unos días sobre otros, es, simplemente, el inicio del mes vacacional por excelencia.
La clave estriba en evitar la huida precipitada, en negarse a ser unas ruedas más en la operación salida, en resistirse a cambiar de aires para no ser menos, para querer ser más. Y, entonces, la ciudad, Valladolid, se convierte en otra, siendo la misma: las mismas calles que hace unos días, las mismas obras que en las últimas semanas… Lo mismo pero a otro ritmo. Y no solo por la desaceleración, también por el gesto. Más relajado, más complaciente, sin duda más humano.
Esperar unos días para salir hacia la playa o la montaña es un ejercicio espiritual, filosófico, no sé si propio de los estoicos, o quizá epicúreo. Tal vez de ninguna corriente establecida. Una decisión… O puede que la ausencia de decisión alguna.
Acudir unos días, tan solo los primeros de agosto, al trabajo, convierte la rutina en deleite, una transmutación de lo mecánico en artesanal. Sin tiempo medido, sin presión, con la sorpresa impredecible de decenas de detalles que se escapan cuando nos atenaza la agenda y sus imposiciones. Podemos levantar la mirada del teclado, del código, y dejar que se pierda en el horizonte que asoma tras la ventana, o en un cuadro, o en la lámpara. E incluso en una pared en blanco, un lienzo sobre el que los pensamientos pueden dibujar trayectorias erráticas y nostalgias colocadas por orden alfabético.
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En mi caso, tan solo me permito obligarme a una tarea, si es que se puede llamar así. El corto trayecto hasta la Heladería Iborra para tomarme una horchata. Antonio, uno de los dueños, tiene la sana costumbre (no sé si también en términos glucémicos) de invitarme a la primera que me tomo cada verano. Así que, desde que empieza agosto hasta la fecha en la que me alejo de la ciudad, no cuento los días, sino las horchatas. Que se cuentan con los dedos de las dos manos.
Sin caer en la procrastinación, dilatar el tiempo de sumarse a las tradiciones masificadas produce un placer totalmente confesable. El de liberar a cada jornada de esos elementos que se adhieren como si formaran parte de la propia naturaleza de la existencia y que, en realidad, son fruto de la falta de conciencia de sentirnos prófugos de la rutina.
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