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No solo nos ha sorprendido por el corto espacio de tiempo transcurrido entre que lo vimos impartiendo la bendición urbi et orbi y que supimos ... que ya no estaba entre los mortales. También la muerte del Papa nos ha dejado la incógnita sobre el camino que llevará la Iglesia a partir de ahora, de acuerdo con la decisión de un cónclave en el que la mayoría de los cardenales con derecho a voto han sido nombrados por el propio finado. Si emprenderá todos esos caminos que Francisco dejó abiertos, por mucho que apenas terminara de cerrar uno, o si, por el contrario, volverán al Vaticano las oscuras golondrinas de esa parte no desdeñable de la Iglesia a quien el último Papa le parecía poco más que un demagogo, por no decir un populista.
Maneras de interpretar una figura original en todo: desde su argentinismo militante hasta su capacidad de verbalizar y representar una Iglesia para los pobres, incluido su propio entierro. También su incesante denuncia de los abusos sobre el planeta y de los desastres de la guerra, aspectos estos en los que su prédica chocó frontalmente con un mundo en regresión. Quizás lo más triste de todo es que tuviera que dedicar su última audiencia precisamente a un tipo como JD Vance, vicepresidente de los Estados Unidos, firme opositor, desde el catolicismo más recalcitrante, al aperturismo proclamado por Francisco, y uno de los mayores responsables, junto a su presidente, de este feo mundo que el Papa dejó quizás con la sensación de que sus palabras servían para más bien poco.
De hecho, ni siquiera las exequias de Francisco han conseguido acallar, en estos días de luto, los demonios que desde hace meses llevan la voz cantante de la actualidad. La muerte del Papa ha coincidido con el anuncio de una nueva recesión mundial, con epicentro en los Estados Unidos de Trump, pero con repercusión urbi et orbi. Sobre el fracaso de los aranceles, el fracaso aún más grave de sus intentos de establecer la paz en Ucrania y en Gaza, que siguen desangrándose. Tanto Putin como Netanyahu, cada uno en su estilo, parecen haber encontrado el punto de las cosquillas de Trump, y están decididos a seguir explotando su petulancia hasta la náusea.
El desprecio del presidente de los Estados Unidos hacia Ucrania, convertido de un modo miserable en desprecio a sus antiguos socios occidentales, hacen que Europa, desde el Estocolmo que recupera el servicio militar hasta la Roma que ha visto morir al Papa, haya ya empezado a pagar cara la moneda del trastorno trumpista. Dicen los expertos que únicamente España, entre toda la nómina de los países 'avanzados', se librará en 2025 de esa recesión a la que el mercachifle americano se empeña en condenar al mundo. Pero parece difícil de creer. De momento, entre los efectos colaterales de este agobio armamentístico de última hora, ya se cuenta la última crisis del Gobierno de Pedro Sánchez. Lo que no ha conseguido la reiteración de mentiras y añagazas del presidente español han estado a punto de lograrlo los 31 millones de balas que Grande-Marlaska ha tenido que devolver por el procedimiento de urgencia a los proveedores israelíes. Muchas balas para tan pocos votos como requiere el sostenimiento insostenible de un Gobierno en eterna contradicción. Incluido el sarcasmo de anunciar que ni un solo euro del gasto en armamento se va a deducir del presunto estado del bienestar social que gozamos.
'Bullets or ballots', balas o votos, como se titulaba aquella película de 1936 dirigida por William Keighley en la que, curiosamente, veíamos a Humphrey Bogart hacer de malo y a Edward G. Robinson de bueno. Una historia sobre la degradación política y el recurso de las armas cuando la corrupción se generaliza y termina por atropellar a todos. No acabamos de aprender.
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