Camararería
Crónica del manicomio ·
«Lo que se pone en juego es algo mucho más invisible, secreto y hondo. Algo referente al desamparo y la ternura de cada cual»Uno de mis mejores amigos, experto en camararería, me indujo la idea de que para conocer bien a alguien no hay mejor test que observar ... cómo se codea con los empleados de un restaurante o una cafetería. Al principio me pareció una patochada, una de esas exageraciones a las que, en vida, estaba tan acostumbrado. También pensé que era una manera indirecta de valorarse a sí mismo por todo lo alto, porque su capacidad para despertar simpatía y obtener un trato de favor de cualquier camarero era instantánea, como si despertara en ellos una respuesta automática.
Nunca me lo dijo, pero no creo equivocarme si considero que descubría en mí, como poco, algo de pelusa por sus habilidades. Lo que no podía sospechar era que mi envidia no se focalizaba en sus capacidades intelectuales, su verbo ágil o su poliglotía, sino en esa virtud suya de saber tratar a lo camareros con sencillez natural e intuitiva.
Con el tiempo he comprobado lo acertado de su opinión. Cuando dudo sobre la veracidad de alguien, su fondo o su condición, el llamado test de barra no suele fallar. Basta ver cómo alguien se desenvuelve y obtiene lo que quiere en un bar para llegar a una conclusión casi siempre acertada. La soberbia, la vanidad, la necesidad de dominar, el apego y el respeto se ponen en juego en cuanto se pide un bíter o una caña, y anulan cualquier máscara personal. También los excesos son reveladores, pues una simpatía exagerada o una llaneza desmedida y sin sentido, inducen una sospecha de artificialidad que habla por sí misma. La virtud de barra no se obtiene por simple camaradería. No hay que confundir las palabras. La camararería es otra cosa. No basta con no escarnecer a nadie, ni tampoco se obtiene poniéndose majete o forzando la cara. Lo que se pone en juego es algo mucho más invisible, secreto y hondo. Algo referente al desamparo y la ternura de cada cual.
Desde entonces me he esforzado siempre en conseguir esa empatía natural. Su función me parece muy importante para lograr el equilibrio mental, que es sinónimo de eficacia y alegría. Su utilidad es muy parecida a la que aprendimos de jóvenes trabajando en el manicomio. En esas instituciones, calificadas por los sociólogos como totales, las jerarquías eran excesivas y constituían una barrera que impedían la convivencia de la gente. Por ello, lo más importante no era llevarte bien con el director o con tus compañeros de profesión, tarea desde luego imprescindible, sino que el plus de excelencia lo conseguía quien sabía moverse por la cocina, entre los empleados de la limpieza y no digamos entre conserjes, administrativos y personal de la centralita.
Este quehacer entre las bambalinas del hospital era más eficaz para el trato de la locura que el uso de medicinas. Y ese saber hacer, cuando se da, no es muy distinto del que se pone en juego con los codos puestos en la barra de un bar. Los emparenta un mismo fondo moral.
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