Australia, un continente en llamas
Después del bosque amazónico, Australia da otro aviso de la debilidad ecológica del planeta Tierra
Lodo, bendito lodo: así tituló hace dos días el periódico 'The Australian' en primera página, como un suspiro después de la tragedia, la foto de ... un agricultor paseando alegre por el rastrojo de su campo enlodazado tras las abundantes lluvias. Tres meses se ha mantenido ardiendo la gran hoguera forestal que deja tras ella quizás el mayor rastro conocido de destrucción vegetal en la Tierra desde la colisión del asteroide que provocó la extinción de los dinosaurios, hace sesenta y seis millones de años. A pesar de la dimensión de esa debacle medioambiental, ese periódico, propiedad del jerarca de la prensa mundial, Rupert Murdoch, nacido en Melbourne hace noventa años, predica la futilidad de otro «verano negro del fuego», que ha asolado a la gran isla de Australia. El último parte meteorológico anuncia más lluvias y la extinción de la hoguera, y es probable que antes de una semana dejen de arder sus últimos rebrotes, aún activos en la región de Nueva Gales del Sur.
El año 2019 pasará a los anales de la destrucción ecológica a escala planetaria como el prólogo cierto de un fin del mundo provocado por el hombre. Los últimos incendios durante el inicio del verano en Australia han arrasado una superficie de bosques de casi 100.000 kilómetros cuadrados, semejante a la de las regiones de Castilla y León, la Rioja y Cantabria juntas. Si se traza un círculo de esa dimensión con su centro en Madrid, ese fuego alimentado por la sequía y atizado por los vientos alcanzaría en su viaje devastador a las ciudades de Salamanca, Cuenca, Burgos y Ciudad Real. A pesar de su voracidad, los fuegos que arrasaron grandes zonas forestales de la Amazonía durante el verano pasado destruyeron apenas la cuarta parte de la superficie de los recientes incendios en Australia. Esos dos sucesos de catástrofe medioambiental a gran escala no tienen el mismo origen ni efectos semejantes. El clima rige el reloj de las hogueras incontroladas en Australia, mientras que el origen principal de las llamas desbocadas en la Amazonía son las quemas iniciadas para deforestar una parte del bosque con la finalidad de obtener nuevas parcelas de producción agrícola y pastoreo. En ambos escenarios de desolación, tan lejanos, la gigantesca brecha forestal es también el sepulcro de la fauna local: se calcula que absorbidos por la voracidad de las llamas han perdido su vida más de mil millones de animales.
Las llamas invasoras, colosal hoguera incontrolada que devora árboles, animales y casas, ofrecen un espectáculo televisivo inquietante cuya contemplación lejana no provoca miedo al espectador, sino curiosidad y admiración. Referido a ese deseado fin de concienciación colectiva en favor de la conservación del medioambiente, el mensaje periodístico de tales sucesos suele venir adobado con datos científicos espeluznantes, una patente de credibilidad para mostrar de inmediato en lenguaje sentimental la cara más humana de la noticia: bomberos muertos, gentes sin hogar, animales sacrificados en una pira gigantesca… Y, como colofón quizás, las declaraciones de un dirigente político prometiendo la solución rápida de la fatalidad cuya única culpa es de la naturaleza enloquecida, y sellada por la profecía de algún portavoz de la ecología oficial que reitera la cercanía de otro fin del mundo. En ese mismo escenario del drama ecológico, las regiones de Australia donde la humareda de los incendios hace imposible la respiración, la prensa populista libra la batalla de la opinión contra los ambientalistas, que acusan al Gobierno de falta de protección del país que, según los científicos, es más vulnerable al cambio climático que cualquier otra nación desarrollada.
Australia, un continente en llamas antípoda y lejano, da otro aviso más de debilidad ecológica del planeta Tierra. Si el bosque amazónico es el pulmón encargado de producir el veinte por ciento del oxígeno a nivel mundial, aquella isla-continente anclada entre los océanos Índico y Pacífico, situada a tres mil kilómetros apenas de la Antártida, se ha ido convirtiendo por los colonizadores europeos en un territorio de alto riesgo, el del inmenso material pirolítico bajo amenaza con las mejores condiciones favorables al incendio. Los enormes intereses mineros en Australia (principal exportador mundial de carbón, con un suministro de casi noventa millones de toneladas por año a China) afianzan a la opinión pública adversa a los controles necesarios para evitar el cambio climático. Según el primer ministro, Scott Morrison, líder conservador y aliado político del presidente Trump, si el bosque arde por doquier en su país no es culpa del calentamiento global, sino un efecto de la contumacia de los defensores de la naturaleza, que exigen suprimir las quemas parciales para disminuir la biomasa inflamable. Así hicieron durante milenios los aborígenes y lo encontraron los colonos ingleses. Hace 250 años, cuando navegaba a lo largo de las costas australianas, el capitán James Cook escribió en su diario de a bordo: «Por donde vamos pasando, hemos visto en tierra humo durante el día y llamas de los incendios al caer la noche. Este es un continente de permanentes humaredas».
Cae al fin la lluvia que apaga los incendios y hace respirable el aire en las grandes ciudades. Como otro profeta de la prensa amarilla, el obstinado 'Ciudadano Kane', Rupert Murdoch mantiene el silencio de su prensa en el debate que azuza también allí a la opinión pública: la sequía y los vientos han agravado la calamidad de los incendios forestales, pero la primera causa de los mismos es el recalentamiento climático, origen de los cambios drásticos de la meteorología cuya gravedad irá en aumento. Los periódicos y la televisión de Murdoch se dedican estos días a contar gestas humanas vividas durante la invasión de las llamas y a promocionar las campañas de donantes en favor de las víctimas. «Esto no ha sido un incendio del bosque, aquí nos ha caído una bomba atómica», repiten los ciudadanos que hubieron de huir de las llamas y abandonar sus casas. En menos de un mes, el fuego mató en Australia a 27 personas y quemó dos millones de casas. Amainó otra tormenta perfecta y un año más se desvanece la pesadilla, pero no tiene nunca fecha fija de regreso.
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