Los que atizan las llamas
Garayoa fue uno de esos justos que con su bondad genuina sostienen el mundo y lo hacen habitable
La literatura judía rabínica asegura que el mundo sigue en pie gracias a que, en cada generación, hay 36 hombres justos que conmueven a Dios ... y aplacan su ira ante la proliferación del mal y el pecado. De ahí la idea de que esos 36 justos sostienen el mundo, pues, sin ellos, la venganza divina se desataría en un nuevo episodio de depuración como el del Arca de Noé.
Sin embargo, esta historia con aroma a Antiguo Testamento gana mucho si se la despoja de su parte vengativa. No es que la bondad de los buenos frene la ira de Dios; es que la bondad genuina es la materia prima que sostiene el mundo. Así entendido el relato, probablemente 36 sean pocos para tanta labor, pero es que, en realidad, la vida nos demuestra cada día que son muchos más los que nos redimen y nos salvan.
Justos como el misionero agustino navarro José Luis Garayoa, que dio clase varios años en el colegio San Agustín de Valladolid, y que acaba de dejarnos un poco huérfanos. El, que sobrevivió a tanto (a las fiebres tifoideas, a la malaria, al ébola, y hasta a un secuestro a manos de la guerrilla de Sierra Leona) ha sucumbido a manos de un virus, como tantos otros. Hasta en la muerte ha sabido estar del lado del común y despedirse como uno más.
Garayoa era uno de esos misioneros que se tomaban muy en serio el mandato evangélico de amor al prójimo. «Lo que nos dice Jesús es: en el otro me vas a encontrar», explicaba en abril de este mismo año. Por eso su vocación social de compromiso con los más desfavorecidos –que le llevó en su última etapa a trabajar con inmigrantes en El Paso (Texas)– nunca estuvo desvinculada de su fundamento último. De ese pozo manaba la esperanza en medio de la desolación –por ejemplo, durante su secuestro en Sierra Leona, cuando parecía que afrontaba el final- pero también el gozo íntimo–. «Sabrás que estás mirando el mundo con los ojos de Dios cuando tengas alegría», explicaba. Y él daba testimonio diario de tal enseñanza. Con una humanidad desbordante y enérgica que conservó hasta el final.
Era, además, una persona de arrolladora naturalidad, sin imposturas ni fingimientos. No dejaba de pedir cuentas a Dios por las desigualdades insoportables que le rodeaban; era su modo de no resignarse, de mantener vivo su sentido de la justicia. Quizás no siempre analizaba bien los problemas, pero siempre fue impecable con las personas. Con su marcha, el mundo pierde uno de los pilares que lo sostenían. Pero, afortunadamente, hay muchos como él. Gente anónima y generosa que atiza el calor de humanidad que hace habitable el mundo.
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