Intimidades al aire
«Cabe admitir cuanto antes que, en este momento en el que vivimos, las miserias humanas más sorprendentes se encuentran en esos aparatos diabólicos que hay gente que no despega de su oreja...»
Frente al muy apreciado concepto de intimidad, esa esfera privada y personal en la que resulta posible actuar y expresarse tal y como se es, ... comprobamos cómo se ha impuesto, al calor de las redes sociales, una nueva forma de ofrecerse en sociedad que podríamos denominar «extimidad». Hablamos de la necesidad de contar en cada momento lo que se hace, retransmitir la vida y protagonizar una suerte de exhibición alejada de todo pudor para dejar constancia de viajes, experiencias, comidas, personas y situaciones. Se hace todo de cara a la galería.
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La gente se abre en canal para ofrecerse al resto de los mortales como una mercancía que busca incesantemente 'likes' para su aprobación. Los denominados 'influencers' son hoy los nuevos paradigmas de la referencia en cada campo. Las y los modelos han dejado paso a esta nueva ocupación en la que ciudadanos anónimos se fabrican su fama, y un modo de ganarse la vida, estupendamente pagado, hablando de restaurantes, cosméticos, gimnasios, hoteles o bares de copas.
Nuestro tiempo se caracteriza por una democratización mal entendida de la fama, y así como antes para ser reconocido había que haber destacado en algo: deporte, cine, música tauromaquia o lo que fuera, hoy se trata de ocupar el espacio público para lograr eso que llaman ser una 'celebrity'. Y de esta gente lo sabemos todo, no ignoramos nada y podemos lograr una trazabilidad de sus existencias más eficaz que la que se hace en nuestra tierra con los lechazos. Sin temor a equivocarnos, conocemos qué comen, la colonia que usan, el deporte en el que entrenan y los sitios a los que van. Se trata, en definitiva, de dar permanentemente tres o cuatro cuartos al pregonero, y, ya de paso, cobrar por ello. La discreción, el ámbito reducido, la apelación a lo estrictamente personal, el respeto por uno mismo y el entorno afectivo más próximo, queda arrumbado por la fuerza de los hechos.
En esta época todo se ventila al sol de Internet y de los medios de comunicación en los que cada mañana podemos leer mensajes y whatsapps o escuchar audios que se aventan a la opinión pública para solaz general, sin caer en la cuenta de que son muy pocos quienes aguantarían un escrutinio público de los contenidos de su teléfono movil o de su cuenta de correo. La exigencia hiperbólica de transparencia ha abolido el contexto en la comunicación personal. Todos nos expresamos de una manera formal y meditada en público, mientras utilizamos expresiones, tonos y guiños cercanos cuando nos dirigimos a familiares o amigos.
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El entorno íntimo se proclama 'urbi et orbi' sin el respeto que cada persona merece. Y no hablamos de pruebas delictivas evidentes, sino de los cotilleos que acompañan a supuestas revelaciones de extrema gravedad para sus difusores y que nada tienen que ver con el material que, en un momento determinado, podrían utilizar eventualmente un juez o un fiscal.
Cabe admitir cuanto antes que, en este momento en el que vivimos, las miserias humanas más sorprendentes se encuentran en esos aparatos diabólicos que hay gente que no despega de su oreja, sus ojos, ni de los dedos de sus manos. Plataformas donde se vuelca todo de cada cual: lo bueno y lo malo, lo digno y lo infame, lo respetable y lo oprobioso. Si el diablo cojuelo pudiera acceder a todo el contenido sensible que encierran los smartphones veríamos destruirse amistades, relaciones, parejas, familias, reputaciones y honorabilidades. No en todos los casos, claro está, pero sí en un porcentaje tan amplio que nos resultaría absolutamente sorprendente.
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