Cambio de hora sin dramas
«Con la cantidad de problemas que tiene planteados el continente, no parece que un tema tan baladí merezca un derroche desmesurado de energía política»
Insomnio, irritabilidad, palpitaciones, desorientación, cansancio, desórdenes digestivos… La lista de supuestos trastornos provocados por un simple cambio de hora acapara la atención de todos ... los medios de comunicación, de expertos en la materia y de especialistas de muy variada etiología. Hablamos de la entrada en el horario de invierno que acabamos de realizar hace poco más de 48 horas, una costumbre que, a pesar de ello, provoca toda suerte de debates cada vez que llega de nuevo a nuestras vidas para adaptarlas a la luz solar correspondiente a cada estación.
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Independientemente de si la medida sirve o no para ahorrar energía (ese fue el motivo de su adopción en medio de la crisis petrolera de 1973), lo cierto es que en una sociedad tan 'blandiblú' como la que vivimos, el adelanto o atraso de la hora se ha convertido en un asunto de debate nacional. Cómo será la cosa que hasta nuestro presidente del Gobierno ha prometido liderar en la Unión Europea la oposición a que el reloj vuelva a tocarse nunca más. Con la cantidad de problemas que tiene planteados el continente, incluyendo guerras a sus puertas, crisis de abastecimiento de gas y una economía amenazada, no parece que un tema tan baladí merezca un derroche desmesurado de energía política existiendo cuestiones mucho más importantes que solventar. La tentación de creer que se trata de una nueva cortina de humo, utilizada hábilmente por Pedro Sánchez para que no se hable de otros asuntos negativos para sus intereses, es una evidencia que cae a peso por la propia fuerza de los hechos.
Hay que ser un espíritu muy sensible y tener un organismo de pitiminí para acusar trastornos de salud por sesenta minutos arriba o abajo del reloj. No es negable que algunas personas, pocas, puedan sentir ciertas ligerísimas molestias, pero poco más. Convertir este cambio en un problema sanitario parece una exageración propia del primer mundo a falta de otros problemas realmente importantes. Todos hemos viajado en innumerables ocasiones a Canarias, a Portugal o al Reino Unido, y, en esos casos, hemos ido y hemos vuelto sin que el obligado cambio horario nos haya impedido desarrollar una actividad absolutamente normal. Otra cosa es atravesar el Atlántico, modificando los ritmos circadianos en seis, siete o más horas. Ahí, si les reconozco los efectos del 'jet lag' que tan bien explicaba Gabriel García Márquez. El escritor colombiano justificaba los desajustes derivados del cambio de continente con una metáfora muy gráfica. Gabo sostenía que los aviones habían acortado el tiempo de viaje y que, en consecuencia, los cuerpos llegaban a su destino en muy pocas horas, pero que las almas transitaban el trayecto a otra velocidad distinta y mucho más lenta. En consecuencia, esa separación del cuerpo y el alma nos hacía andar desangelados y confusos hasta que, pasados unos días, se producía, por fin, la unión y todo regresaba a su cauce habitual.
Convengamos en que una hora no es nada, o casi nada. Deseemos a Pedro Sánchez que triunfe en Bruselas y consiga la inmovilidad horaria en lo sucesivo, y admitamos que hay gente blandita que hace un pequeño drama personal por cualquier nimiedad. Una vez señalado todo esto, pidamos todos, a quien más creamos, que no tengamos que soportar otras calamidades que este ínfimo ajuste horario, y caigamos en la cuenta de los verdaderos dramas que se viven en la franja de Gaza o en la Ucrania ocupada. Seguro que sus habitantes aceptaban el cambio de hora como una bendición sin perder el tiempo en polémicas tan estériles como pueriles.
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