Tiempos de gloria y chimenea
«No sé cómo los políticos, con los dinerales que ganan, no tienen todos casas con chimenea. Esta paz y reposo les vendrían de perlas»
No encuentro muchos placeres mayores que observar el frío en el exterior mientras, dentro, la chimenea chisporrotea quemando encina. Pongan que mi mano sujeta un ... vaso de buen vino o un café caliente, añadan a Chet Baker sonando o a Dean Martin cantando Winter wonderland y me tienen en una especie de nirvana invernal de sonrisa perpetua.
Ahora resulta que, a los de piso y apartamento, Netflix nos pone un fuego virtual con el ruidito de la crepitación. Pero ni parecido, oiga. No dejo de pensar que es como lo de ligar a través de un chat. Hay cosas que no se pueden replicar. No hay inteligencia artificial ni aplicación telefónica que supla el calorcito, el olor (controlado) a madera ardiendo o los nervios previos a ponerse cara a cara con la persona deseada.
Mi problema es que, como buen urbanita, este entorno idílico me pilla a cien kilómetros tirando de carretera. Así que, en cuanto las obligaciones me lo permiten, emboco la autovía, paro en Palencia a coger algo de dulce en Polo, pongo dirección a Carrión de los Condes y, diez minutos más tarde, estoy abriendo la puerta de la casa familiar. Siempre, al llegar, hace como si uno hubiera tomado tierra en Alaska, de modo que lo lógico es poner la caldera a trabajar, irse a picar algo a Saldaña y, a la vuelta y con el salón templado, ponerse manos a la obra con la leña, las piñas y los Nortes que quedaron en la mesa el pasado verano esperando para avivar la lumbre. Y cuando la llama prende el tronco grueso y tomo el sillón al asalto, siento que el mundo es mío. O, por lo menos, que es menos infame de lo que aparece en las noticias.
No sé cómo los políticos, con los dinerales que ganan, no tienen todos casas con chimenea. Esta paz y reposo les vendrían de perlas. Les diría que quedasen cada finde a debatir las mociones en el domicilio de alguno de los que disponen de ella, al azar . Que sacasen chorizo de la matanza anterior (fijo que tienen algún primo segundo rural), una tortilla casera, pan de pueblo y, venga, a charlar. Estoy seguro de que si Óscar Puente tuviera una, bloquearía menos en Twitter. Me lo imagino calándose las gafas, dejando la cartera documental a un lado y sentándose ante la pantallita diciendo «a ver qué bobadas pone hoy la gente». Y entre la calidez del hogar y la calma que le rodearía, dejaría el teléfono a un lado a la vez que, quitándose los zapatos, pondría los pies encima de la mesa y abriría un libro interesante pensando lo a gusto que está sin tanta mandanga. Pero claro, o no la tiene o no la usa. Piense en hacerse una, ministro. Inversión en bienestar.
Se lo digo en serio, y no es por ser palentino por parte de madre (y haber hecho la carrera junto al Cristo del Otero): aquí soy otra persona. Sobre todo, si es en las circunstancias que describo. La tele se enciende poco o nada. Y, cuando invito a amigos a pasar unos días, busco que sean de los gélidos. Los jerseys gordos nacieron para ponérselos y entrar en el comedor advirtiendo del frío que hace fuera. Y ya, cuando al cabo de un rato la estancia adopta la temperatura mágica, todos se quedan en mangas de camisa, la conversación se desata y los vasos dejan de estar vacíos hasta la mañana siguiente.
Alguno me dice que pasándolo tan bien y estando tan cómodos, es una pena que los días duren tan poco. Pero cafre (pringao, pelanas, mindundi… Pongan ustedes el apelativo que gusten)... Organízate. Mira: te levantas pronto y das un paseo bien abrigado, ignorando los cero grados durante los primeros minutos y con la chaqueta del abuelo cerrada hasta el pescuezo. Si lo haces a buen paso, a la media hora has cumplido. Vuelves, te montas en el coche y vas a por las barras diarias (sin miedo. Las que sobren, para torrijas). El desayuno en pijama y batín es costumbre y maravilla; como una mañana de Reyes, pero con mantequilla, mermelada y tostadas en vez de regalos. Una vez duchados y vestidos, se busca una ruta o algo digno de ver. Sin excesos, un ratillo. El vermut no puede faltar, y si se acompaña de unos taquitos de jamón o queso, la alegría crece exponencialmente. De ahí uno se va a comer. Si el presupuesto llega, parada obligatoria en Villoldo. Con el paladar henchido de gozo, se vuelve a casa y cada cual enfila hacia su habitación. Allí le podrá el sueño y aparecerá esa siesta de la que despierta sin saber con certeza qué hora es ni dónde se encuentra. Salón, café de nuevo, cocina a los que les toque y nuevo chinchín. Plan perfecto, sin fisuras.
En consecuencia, recuerden: en un mundo vil y gris, donde los gobiernos gritan mucho y escuchan poco, donde cada partido sólo aplaude sus propias soflamas (que es el equivalente humano al lamerse los perendengues perruno), donde caen bombas por doquier acogiéndose a la coyuntura más nimia y donde nadie dice «feliz Navidad» en el ascensor, paren por un momento. Tomen su taza, miren hacia los chopos cercanos al río, den un sorbo y respiren, permitiendo que el vaho les envuelva. A continuación, pasen y cierren bien. Frótense las manos y pónganlas sobre el fuego. Si se lo está imaginando, es que lo ha vivido y está agendando mentalmente la siguiente visita. Y si no… Si no, pida la chimenea a Papá Noel. A tiempo está.
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