Pensaba que había llegado su momento, que más de treinta años dando la bienvenida a los invitados y despidiendo visitantes eran suficientes, que su trabajo ... había hecho mella en su filo y bisagras, que aquel celo que pusimos para sujetar la corona de Navidad había levantado el esmalte de su placa externa y quedaba feúcha. En fin, que las cosas tienen una duración y que, aunque seguía abriendo y cerrando, mostraba signos específicos de endeblez. Y juntando cuatro ahorrillos mal contados y un pellizco de la veraniega extra podía hacerme con una puerta de entrada que confiriera, si no nobleza, un halo de seguridad y refugio a mi casa.
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Esto lo pensé en mayo y desde entonces sigo dando vueltas a mi decisión. Maldita sea mi estampa. Uno sabe de puertas lo mismo que de la panspermia. Quizá algo más, porque las llevo viendo toda la vida, pero nada que genere lecciones basadas en argumentos objetivos. Me gusta marrón, con dos cuadros por fuera y, si es posible, que no la abra cualquier mindundi. Y con mirilla, para poder, si llamase un testigo de Jehová un sábado a primera hora de la mañana, simular que no hay nadie mientras me muevo con la agilidad de un gato para no despertar sospechas. Más o menos es lo que solicité en el establecimiento al que acudí. En el encontronazo con la realidad aprendí que el color se llama sapeli, por la madera empleada; que las acorazadas cuestan un riñón y rara vez se encastran en un piso de chichinabo; y que quizá tampoco tenía tantos objetos de valor en casa como para ese gasto. El universo me mandaba señales y no las supe ver. Se me podía haber ocurrido guardar mi single original de Bohemian Rhapsody, que será mi posesión más valiosa, en casa de mi madre, que tiene una puerta con más vueltas de cerradura que la del torreón de Rapunzel. Pero no, me empeñé en seguir adelante. Aparte, uno debe desconfiar cuando le dicen que suelte el total de la panoja de principio. Pero era verano, no había prisa y abrazábamos la tranquilidad de hacer las cosas en plazo. Así que ahí va la morterada y en cinco semanas hablamos. Si numerase el total de personas que han puesto en duda mi inteligencia por haber accedido a este paso previo, se me acabaría el espacio del artículo, pero ¿qué iba a hacer yo? Para otra vez ya lo sé: salir rapidito de la tienda y buscar alternativas. Porque el problema no existe si todo sale bien: ellos tienen la pasta, tú la puerta con sus aderezos en tiempo y forma y hasta luego, Mari Carmen. Ay, amigo. En esta época en la que se subcontrata todo y nadie se hace cargo de ningún fallo, sino que la cagada flagrante siempre es culpa de otro, tu único recurso para poder exigir un mínimo de seriedad y coherencia si algo sale mal y no quedarte sentado en el sofá esperando que la gestión se arregle mágicamente es tener la mitad del dinero en tu mano y no en la del comercio.
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Por hacer un resumen rápido: en estos meses me han traído una puerta con la cerradura en el lado contrario; otra, que se parecía a la que yo compré como Carlos Areces a Superman; y una tercera, correcta en apariencia, pero con rozaduras y desperfectos. He puesto dos infructuosas quejas a través de un formulario, porque tú quieres hablar con alguien con mando en plaza pero los que dan la cara son los pobres vendedores. Así que tengo una puerta montada en casa desde ayer que es mejor que la que tenía pero no le tengo ningún cariño. La otra tenía heridas de guerras que conocía y esta tiene tiritas de fabricación que no puedo ignorar pese que intente no mirarlas. La otra me acogía tras correrías nocturnas y esta se cierra con un clic absolutamente impersonal, como un «buenas tardes» en el ascensor con un vecino recién llegado. Tanto trámite mal realizado, tanta llamada y reclamación y tanta disculpa hueca me han quitado la ilusión. Yo sólo quería una puerta chula y la otra no estaba tan mal. La echo de menos.
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