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Cementerio de El Carmen. Alberto Mingueza
Míster Cipriano

No es serio este cementerio

«Todos somos muy valientes hasta que tenemos que dar un paseo entre sepulcros a la luz de la luna»

Alfonso Niño

Valladolid

Jueves, 6 de noviembre 2025, 07:22

Seguro que ustedes han oído, como un rumor lejano y poco verosímil, alguna historia sobre personas que se han quedado encerradas en centros comerciales o ... bares de despendole tras rebasar la hora de cierre. Aquello de «no sé dónde tengo la cabeza…», «menudo despiste…» o comentarios menos inteligibles derivados de una cantidad de alcohol indigna hasta para el Cigala. Pues pásmense, esas cosas suceden. La lluvia moja, el cielo es azul y la gente se queda encerrada en sitios absurdos. Como yo, que el lunes me pasé de la hora de clausura por estar ensimismado y me quedé confinado en el cementerio de El Carmen.

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Pónganse en situación: uno va con su señora a rendir respeto con unas flores a sus parientes fallecidos; lo hace un lunes porque prefiere evitar el fin de semana de los Santos, que hay tal afluencia que la necrópolis parece Disneylandia, que los hay que van con neverita para pasar la tarde con su abuelo Ataúlfo; y acudir a diario conlleva compatibilizar la salida del trabajo con el horario del camposanto. Exacto, ese que no consultamos y que terminaba doce minutos después de que entrásemos. Les juro que fue dejar el ramo y volver. Es verdad que mi mujer llevaba tacones, pero tiene mucha práctica y camina a velocidades de asustar. Pero el susto nos lo llevamos cuando alcanzamos la puerta y tenía un candado del tamaño de Mansilla de las Mulas. Echamos un vistazo por los alrededores mientras el atardecer comenzaba a dominar el horizonte. Ni un alma. Decir esto en suelo sagrado da repelús, pero era lo más parecido que he visto en mi vida al desierto de Gobi, sólo que con tumbas en vez de arena. Nadie en las oficinas y una furgoneta aparcada en un extremo con menos vida que el fantasma de Canterville. Hasta ese momento, nunca me había parado a pensar que este fosal carece de luminaria. Total, en verano no se necesita y en invierno la gente se retira a sus casas antes de que anochezca. El caso es que estábamos recluidos y sin escapatoria en un recinto que nadie parecía vigilar, que no custodia nada valioso y que no tiene visitas antes de las ocho y media de la mañana. Aquí es donde, en las películas, va un corte musical que traslada una tensión del copón bendito y se funde a negro.

Por suerte, vivimos en el siglo XXI, la tecnología está de nuestra parte y conservar algo de batería en el móvil nos sirvió para llamar a la funeraria que se encarga del lugar. Por desgracia, estos currelas tienen una puntualidad estricta para salir del trabajo y no respondieron al teléfono. «No hay ni Dios», le dije a mi esposa, y un lobo aulló a lo lejos. En realidad no, pero bien fuera por la blasfemia (leve) o por la perspectiva de pernoctar al raso en un mausoleo (grave), lo pareció. Menos mal que decidimos contactar con la policía, poner voz de cordero casi degollado y asumir lo que viniera: «Buenas tardes, agente. Se va usted a reír». Le conté la peripecia, no se rio ni una pizca y me mantuvo a la espera. La noche ya era casi total, pero la puerta tenía unos focos externos que alumbraban lo justo. Al momento, el hombre volvió al aparato y nos conminó a ir hasta la puerta contraria, donde una patrulla nos liberaría de nuestra cárcel. Eso suponía andar un cuarto de hora entre panteones y nichos con la linterna del celular como única guía. Así que nos pusimos al lío. Todos somos muy valientes hasta que tenemos que dar un paseo entre sepulcros a la luz de la luna (llena, por cierto), así que para rebajar el canguelo me dio por cantar. Por lo que fuese, solo me venían a la mente 'Thriller', de la que no sé la letra, y esa de Mecano que dice que los muertos lo pasan muy bien entre flores de colores. También me acordaba de la línea en la que añade que los viernes se visten y salen de la sepultura para dar una vuelta sin pasar de la puerta, y agradecí que fuera lunes. Al poco, llegamos a la puerta de marras. La pareja de municipales nos echó la bronca, agachamos la cerviz y rodeamos la tapia hasta llegar al coche. De regreso a casa, deduje que tal aventura merecía ser contada en esta columna. Tentado estuve de llamarla 'El Carmen de Intramuros' o 'El tiempo no espera a nadie', tirando de ironía, pero conectamos la radio por aquello de tranquilizarnos y empezó a sonar Ana Torroja diciendo que las lápidas del fondo eran de mármol rosa. Y miren, uno ya es mayor para estos sobresaltos.

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