Renacimiento vs. 'La morocha'
«Y, entre tanto, me escabullo de nuevo a ese lugar donde se dan los amores de barra y encuentras un lápiz de labios mal puesto en el baño. Vuelve septiembre y resurge la vida, la inquietud»
Supongo que es una apreciación general, algo que se da por entendido, pero todo ha cambiado. La ensoñación resultante de tanto calor ha desaparecido y ... la gente vuelve a caminar rápido, a hablar por teléfono con prisa como si cobrasen lo mismo que en los tiempos de Airtel. Los escaparates parecen haber recobrado el vigor y la luz, las calles arden con el ruido que provoca la rutina y los cafés saben de nuevo a reconstituyente y no a despertares tardíos. Septiembre brota y las mañanas se cubren de ojeras, chaquetas consistentes y cigarros a medias. El periódico llega más mullido al kiosco, los camiones de reparto no dan abasto y las cajas de refrescos se amontonan en los almacenes de los bares. En cierto modo, este mes es una especie de renacimiento de la ciudad: se nos brinda una fiesta inicial a modo de rampa de lanzamiento, se recuperan fuerzas y hábitos y se llenan los depósitos de paciencia y educación. Celebramos ese reinicio como nos han enseñado: comiendo, bebiendo y bailando. Y los pasajes y plazas, con sus siglos de historia, sirven de escenario para los festejos. Vamos, que están muy bien colocados, diría yo.
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En septiembre se amanece al fresco, las casas se ventilan en un suspiro y las terrazas mantienen su servicio de aire libre sin sufrir si toca tendido de sol. El asfalto no destila hastío y el vino no se calienta en minuto y medio. Todo sigue un orden, una disciplina. Bueno, casi todo. Las pandillas se aglutinan en puntos neurálgicos que colorean pinchadiscos callejeros. Se da rienda suelta a las emociones del final del verano, pero en lugar de una canción de Manolo y Ramón que algunos considerarían obsoleta, se opta por que suene 'La morocha', que por lo visto es una chavala que se derrite por salir a bailar. Yo, personalmente, preferiría hacer chas y aparecer a su lado, recordarla cuando brille el sol, hacerla reina de un jardín de rosas o contarle que desde allí, desde mi casa, se ve la playa vacía. Pero lo común este año es moverse con la camisa transpirada, la melena mojada y poniéndose los zapatos tras pegarse una perfumada. Que las manos, copa incluida, se alcen al cielo castellano para, a continuación, bajar lento, muy muy lento. Confieso que me pierdo en este meneo, así que suelo huir de esos ambientes buscando helados de turrón o terrenos menos movedizos. A veces, como si fuera un oasis, me topo con una encrucijada donde escucho que vamos a olvidar el ayer y a comenzar otra vez, pero sin mentiras. Como buen renacentista de nuevo cuño, me animo y recibo mensajes que hago míos: exclamo que no quiero más dramas en mi vida, chillo que me siento como un halcón llamado a filas insurrectas, tengo claro que mi corazón es un músculo sano que necesita acción y repito que, cuando zarpa el amor, navega a ciegas y es quien lleva el timón.
Las madrugadas, con tintes otoñales, dejan sitio a nuevos amaneceres y a mediodías de manga corta. Hay quien dice que el tiempo está loco, pero no lo secundo. Debe ser que pretende dar gusto a todo quisqui y despliega su elenco meteorológico para que cada quien disfrute una parcelita del día. Y tanto. Cualquiera puede doblar una esquina y dar con sus huesos y paladar frente a un verdejo. Al lado, unos altavoces rompen la siesta de la vecina del 4º al son de divas, reinas y vagabundos. Más allá, una mezcla imposible de universitarios y cincuentañeros despellejan sus gargantas cantando que todos sus besos saben a la persona que tienen al lado. Y, entre tanto, me escabullo de nuevo a ese lugar donde se dan los amores de barra y encuentras un lápiz de labios mal puesto en el baño.
Vuelve septiembre y resurge la vida, la inquietud. Todo cuadra y puede que nuestros deseos se cumplan. Eso sí, que alguien saque a bailar a la morocha, que la pobre se muere de ganas.
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