Quince minutos
«Dicen que los homenajes se hacen en vida para que los que lo reciben lo agradezcan y los que lo otorgan remarquen su merecimiento»
Hace unos días murió el abuelo de una amiga y, por supuesto, acudimos para acompañarla en el trance. Abrazas, intentas no sonreír a destiempo y ... escuchas. No es un papel difícil y apenas dura un rato. Pero, como si no quisiera la cosa, inesperadamente, un comentario te golpea como Tyson lo hacía a las napias ajenas: «Me siento fatal porque hace mucho tiempo que no le oía. No llamaba porque… Ya sabes. Le escribía cada dos o tres días, pero ahora entiendo que he perdido su voz». El comentario acaba con las manos en la cara y un lloro seco e inútil.
Hace cien años, cuando alguien abandonaba este valle de lágrimas para ir a un lugar mejor, quedaban escasamente cuatro retratos de familia. Impersonales, posados… Puro artificio. Hace cincuenta había vídeos mudos en color que perpetuaban una imagen, unos andares y unas facciones características. Se hacía imposible olvidar, lo habíamos logrado. Y hoy, que disponemos de todo lo necesario, mandamos una postal virtual, una carta mal escrita en forma de mensaje de texto de cuatro miserables líneas. Porque no tenemos tiempo. «Ya llamaré mañana», piensas. Y mañana se convierte en pasado y pasado en el mes que viene. Noviembre viene cargado y, total, ya nos veremos en Navidad. E ignoras que el abrazo de la comida de diciembre es el último que das a aquel que te enseñó a andar en bici, a pescar cangrejos en el río y que el tinto con mucha gaseosa no les hace daño a los niños.
Dicen que los homenajes se hacen en vida para que los que lo reciben lo agradezcan y los que lo otorgan remarquen su merecimiento. Además, suele ir acompañado de un almuerzo opíparo, así que mejor que mejor. El abuelo de mi amiga no debía necesitar tanto. Con una llamada o una visita esporádica cada tanto le hubiera valido, seguro. Porque nuestros mayores atesoran algo que nosotros hemos perdido: la capacidad de recordar. Sus ojos guardan kilómetros de celuloide mental. Pueden repetir cien veces una anécdota y, aunque de vez en cuando la decoren un poco, se mantendrá en su cabeza de por vida. Nosotros repudiamos ese pírrico esfuerzo y ponemos nuestra memoria en manos de una nube o un archivito guardado en el ordenador.
Pienso, tras despedirme, en lo ridículo que es tirar a la basura dos horas de tu vida viendo vídeos de seguidores y detractores de voceros públicos, mientras no somos capaces de dedicar quince minutos a aquellos que nos descubrieron que la tortilla de nuestra abuela era la mejor del mundo o que los domingos hay que arreglarse (aunque no se vaya a Misa), aquellos que alfombraron nuestra infancia con tartas caseras y bocatas de media tarde.
Ya no puedo llamar a los míos e imagino cuánto me habría gustado poder contarles que la vida no me va mal, que alguien me consideró digno de escribir unas letras en este periódico, que hay una rubia que me soporta mucho más de lo que merezco y que sigo yendo al estadio cada quince días a perder años de vida. Pero ya no tengo tal oportunidad. Así que si aún conserva ese número en el maldito móvil, márquelo. Que las llamadas salen gratis. Y cuente. Y ría. Y aprenda. Y retenga esos diálogos en su sesera. O grábelos, que la máquina infernal sin la cual no sabemos salir de casa registra lo inimaginable. Y después, si quiere, hágase una carpeta en el puñetero portátil. Y entonces, sí. El día que ya no estén acuda a esas grabaciones y reviva aquel momento. Quizá usted esté a tiempo.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión