Otoño y sus circunstancias
Para redondear la estampa, patrullan junto a las mesas vendedores ambulantes de gafas de sol intentando aprovechar este veranillo de tercera generación. Algún guiri -obnubilado por el marco histórico municipal- pica, y yo espero que las use poco y no le caigan unas cataratas como las del Iguazú
Ha llegado el otoño y debería estar tan feliz como Pablo Motos cuando le dan la audiencia de sus competidores, pero en la terraza de ... La Central calienta que te dan ganas de llevar una camiseta de esas sin mangas que prohibió León de la Riva. Si me conocen, saben que no me la pondría ni habiendo encajado un camión cisterna de Johnnie Walker, pero es que, conciudadanos, a este paso los restaurantes van a dar gazpacho fresquito en el menú hasta noviembre. Por la mañana, a primera hora, nueve grados. Y ahora la calufa te deja más despistado que a uno de Pacma en La Parrilla de San Lorenzo.
Los universitarios de nuevo cuño pasean su palmito y su carpeta por este principio de octubre igual que aireaba yo mis apuntes en un lejano 1994; tienen conversaciones banales sobre la gente que conocieron hace unos días, sobre lo que harán el próximo viernes... Y, qué coño, es lo que deben hacer. Salir a hacer descansos, tomar café, pincho de tortilla si tienen turno matinal y llegar a casa con cara de que la universidad es durísima. Eso y no contar los puñeteros leones por si las moscas.
Me aparto del ambiente juvenil y las marquesinas me recuerdan que las novedades editoriales afloran en septiembre, así que no desaprovecho la oportunidad de parar en Oletvm y hacerme con un par de antojos y lo último de Reverte. Continúo viaje y me acomodo en la Plaza Mayor. Saludo de lejos a Gonzalo y a Julio, que están con una clienta que quiere un piso céntrico, de tres habitaciones y no más de seiscientos boniatos. Aunque no me dé el oído, sé que le estarán contestando que los milagros y plegarias por un imposible son en San Nicolás, como escribió Teresa Sanz hace un tiempo en estas páginas.
Atisbo a una señora que aposenta sus reales en la mesa de atrás diciéndole a su partenaire que hay mucho pijo en esta terraza. Ella, que se está apretando un café solo a 2,20€. Y señala, que es algo muy de nuestra era y que los políticos de carrera vital defienden y practican. Con el dedito así, estirado. Como cuando las señoronas del siglo pasado sacaban el meñique a modo de signo de supuesto donaire y nivel. ¡Caramba, ahora que lo pienso! Qué coincidencia, ¿no?
La persona que atiende maneja la bandeja como Clint Eastwood el Smith & Wesson en los setenta. Creo que, si me colgara de un lado, podría sostenerme. No sé si semejante forma de arte merece el precio que pago por la caña, pero ayuda (junto a las vistas, la temperatura y el resto del collage) a aceptar el cargo. Para redondear la estampa, patrullan junto a las mesas vendedores ambulantes de gafas de sol intentando aprovechar este veranillo de tercera generación. Algún guiri —obnubilado por el marco histórico municipal— pica, y yo espero que las use poco y no le caigan unas cataratas como las del Iguazú. Casi mejor que las pierda y se lleve, junto a las visitas a la Vera Cruz y la Antigua, un bonito recuerdo de la ciudad.
Apuro el trago y busco en el teléfono la dichosa aplicación del tiempo. Me sale el de Ferrol, Cádiz, Nueva York, Acapulco… Ah, ya. El de aquí. Que en breve jersey y cazadorilla vespertina, dice. Pues a ver si es verdad, porque salen los turistas de las tiendas patrias con cajas de mantecados de Portillo, y no puedo dejar de pensar que deberían regalarles una botella de agua. Como hagan la cata en la calle, entre la zapatilla y el calor van a notar un secarral en la garganta peor que el de los que se comen un polvorón e intentan decir Massachusetts.
Conforme a lo que se entiende como un buen ciudadano, he dejado el automóvil al otro lado del puente. Camino hasta su encuentro y no sé si me siento reconfortado por el paseo rebajador de michelines, por contribuir al cuidado medioambiental o por haberme ahorrado un dinerillo sabiendo que está el litro de gasolina a casi dos pavos. Es igual, todo ayuda y me siento Flex (viejuno por la comparación, pero Flex).
Mientras saco la llave y abro la puerta, pienso en todos los sinónimos que se me ocurren para esta estación. Y cada uno es más lacónico y triste que el anterior: ocaso, decadencia, caída… «El otoño es el final de algo», proclaman los poetas en lenguaje figurativo. Y yo, pobre iluso, sonrío porque entiendo esta etapa como el comienzo de todo. A ver si terminas de llegar, viejo amigo.
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