Mañanita de Ferias
«Seguimos yendo a los conciertos, aunque nos ponemos un poco más atrás, no sea que cinco chavales que comparten cachi pierdan el poco equilibrio que les queda y nos pongan perdidos»
Si ha tenido los lereles suficientes para ubicarse en la terraza del Continental un sábado de ferias por la mañana, usted no trasnocha, no se ... castiga, ya no le echa la culpa del globo de la madrugada anterior al maldito Cariñena, como un Don Mendo de tercera. Burgués. Pedazo de burgués.
Se lo digo con conocimiento de causa porque yo estoy en la mesa de al lado. La ciudad se siente pura, imperial, observando desde este pequeño puesto de control. Un café tranquilo, el periódico leído y la crónica de Vela –que es un manjar– degustada sin apremios, los muchachos montando lo necesario para el artista que toque por la noche, la zona exclusiva de la radio preparando el jamón junto al escenario… Y, además, parece haber llegado el otoño. Si me trajeran a Aerosmith en vez de a los que inauguraron el programa, me encadenaría a las vallas de seguridad.
Me he perdido la noche del sábado y me importa lo mismo que a Junts el bien de una señora de La Seca. Ya no me veo con los cuellos del polo subidos. Aquella modernez «dosmilera» (la noche entera) hoy tiene ese puntito hortera y rancio que tendrán los pantalones tobilleros en una década y pico. Esos días de gomina y rosas que ya nunca volverán olían a vivir de continuo en la calle y pasar por casa como si fuera una fonda donde uno dormía (poco) y se duchaba (por favor, no lo olviden). Y es que la vida cambia y, con ella, las costumbres, el atuendo fiestero y el aguante. Hemos pasado de desayunar a las dos del mediodía en la caseta más atestada de la Feria de Día a buscar sitio en el interior de Los Ilustres en busca de la importancia de sus patatas. De llevar la misma inmunda camiseta peñista —con más mugre que la bata de Barragán— durante un septenario, a salir a media tarde de punta en blanco, con la sudadera colgando del brazo por si septiembre viene cantarín.
Y disfrutamos igual, oiga. Viva la Virgen. Incluso nos colamos hasta el Farolito cuando la calle está hasta la banderola el día en que pinchan tres señores decrépitos que, gracias al Santísimo, ignoran (a sabiendas) lo que es el reguetón. Seguimos yendo a los conciertos, aunque nos ponemos un poco más atrás, no sea que cinco chavales que comparten cachi pierdan el poco equilibrio que les queda y nos pongan perdidos. Que no es por las manchas, sino por el frescor salvaje.
La atalaya del conde Pedro Ansúrez sigue dominando el frente como cuando Héroes del Silencio presentaron en la Plaza Mayor el disco más importante de los 90. Muchos no sabían lo que era estar entre dos tierras sin aire que respirar, y que nos lo pregunten ahora a los españoles cada vez que votamos. Allí estaba un servidor mientras Bunbury se desgañitaba y por ahí andará mi ahijada como loca porque «canta» un rapero monísimo que habla muy rápido. Lo dicho: la vida cambia, pero de protagonistas.
Así que como Palmitos chapó hace años, Jaleo ya no tiene sesión vespertina, Cuco abandonó La Rosaleda y ultimamente no se lleva cerrar los garitos con «New York, New York», admiraremos esta semana desde una zona ajena —y aneja— al circo máximo, agradeciendo vivir en una ciudad en la que podemos seguir dejando el móvil encima de la mesa sin miedo a que nos lo guinden, reservando mesa un miércoles en el Vinotinto huyendo de la muchedumbre y buscando, si aún es posible, un DJ que nos haga cantar aquello de volver a sonreír, a recordar París y a ser la angustia de alguien cualquiera. Será por pedir.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión