La caja de galletas
«Custodiábamos aquella vieja lata como si fueran los caudales del Banco de España, como si se tratara de un botín ingente recibido por ofrecer el mayor show de nuestras vidas»
Dicen que hay que disfrutar del viaje mientras dura y el nuestro fue mejor que el de Audrey Hepburn y Albert Finney en Dos en ... la carretera.
De pequeño, pasaba por el escenario de la Plaza Mayor sin alcanzar a ver hasta dónde llegaba la tarima. San Mateo traía a figuras de relumbrón a visitar al Conde Ansúrez y yo, de la mano de mis padres, miraba desde una esquina cómo los focos destacaban a los artistas durante su desempeño.
Los años pasaron, los carruseles seguían ubicados en La Rubia y, mientras intentaba alcanzar las primeras filas en los conciertos, busqué un cariño diferente en otras manos. Mas siempre quedaba deslumbrado por la magia que se desprendía frente a la Casa Consistorial. Los aplausos, la emoción… Recuerdo haber quedado abstraído por el mensaje de lo que ocurría allí arriba: una canción, una historia que todo el público corea como una sola voz… «Si existe algo semejante al poder—pensaba—, debe ser esto».
En vez de jugarnos nuestra juventud y futuro a los dados, lo hicimos sobre seguro. La música nos llegó tarde, talluditos. Y, sin embargo, la ilusión estaba intacta. Creímos que sabíamos tocar y escribir, nos dijeron (benditos amigos) que no teníamos nada que envidiar a la gente que sonaba en las radios… y nos lanzamos. Sin miedo a estrellarnos. Sin temor a lograrlo. Los pasos fueron cortos, inseguros y esforzados, pero yo mantenía, cada año que llegaban las fiestas, la intención de lograrlo. «Algún día», me repetía como los fieles de Zorrilla hacemos cada principio de temporada. «Algún día tocaré ahí arriba».
Durante tanto aprendizaje en garitos con peor higiene y condiciones que un campamento scout de verano, depositamos nuestra fe, esperanzas y lo poco que ganábamos en una caja de galletas danesas, de esas que las madres usaban para guardar los artilugios de coser. Custodiábamos aquella vieja lata como si fueran los caudales del Banco de España, como si se tratara de un botín ingente recibido por ofrecer el mayor show de nuestras vidas. Ni siquiera nos daba para los gastos, aunque nos sentíamos grandes cada vez que nos pagaban. Todo iba a la caja.
A pesar de todo, los septiembres seguían corriendo calendario tras calendario y, tras salir de Caruso o La Comedia y embocar el camino hacia la plaza, continuábamos mirando desde abajo.
Un día cualquiera, sin ninguna historia remarcable detrás, llegó una llamada telefónica, un concurso, un premio. Los muertos, dicen, ven pasar su vida ante sus ojos. Nosotros no tuvimos tiempo porque todo aconteció muy rápido: contratos leoninos, actuar ante miles de personas, algunas canciones interesantes y un par de discos en El Corte Inglés. Como decía, el viaje fue digno de ser vivido. Pero el momento ansiado llegó al albor de la Virgen de San Lorenzo y junto a las portadas de los periódicos locales.
Tocamos en ese escenario en siete u ocho ocasiones más, no lo recuerdo con claridad. Aun así, si me preguntasen ahora, podría señalar con exactitud el momento clave de todas esas magníficas experiencias. Y no fue con el estribillo de ningún tema. Sucedía al agarrar la barandilla de las oscuras escaleras que daban acceso a las tablas. Avanzando en esos peldaños, apareciendo en escena, levantando las manos ante los gritos de los que llevaban pancartas con nuestro nombre, recordaba a aquel chaval que, protegido por sus padres, miraba con inocencia y fervor a estrellas inalcanzables. Y como la vida es así de caprichosa y el que suscribe bastante cabezón, logró tocar con los dedos aquel encantamiento que parecía imposible.
La historia es mucho más larga y menos exitosa. Pensábamos que nos comeríamos el mundo y apenas le duramos dos bocados. Nos devoró. Quizá en algún momento la cuente con detalle. O puede que nos la guardemos en esa parte del corazón que no enseñamos demasiado por miedo a que pierda su brillo.
Hoy, con las fiestas en el filo de la víspera y ese olor a alegría permanente en la atmósfera municipal, vuelvo a pasar junto a ese escenario que un día vi mastodóntico, años después como un cómodo salón de casa y ahora como un amigo lejano con el que te preguntas qué tal te ha ido en los últimos tiempos. «La nostalgia no es buena», me dicen. Lo que no es sano es vivir de ella o que su influjo condicione tu presente. Yo superé épocas pasadas porque ya no volverán. Pero, a veces, en casa vuelvo a mirar esa antigua y desgastada caja de galletas que conservo. Su tapa ahora guarda fotos, recortes y crónicas de un viaje que comenzó semanas antes de un otoñal septiembre. Aquí, por supuesto. Qué recuerdos… De ti, de un café en un bar de Valladolid… Ya saben cómo sigue la canción.
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