Lo que la cabeza esconde
«Y como la resistencia escasea y el miedo es colosal, curiosamente Johnny se ha armado del valor del que carece, ha pedido una moratoria a su propio cerebro y le ha dicho que se la irá pagando poco a poco»
Johnny se llama Juan, pero de jovenzuelo, doce o trece años antes, le empezaron a llamar así por una canción horrible de música discotequera que ... decía que la gente estaba muy loca. Esta parte siempre le ha parecido muy llamativa, sobre todo en los últimos meses. Johnny saluda con educación cada mañana. Llega puntual e intenta hacer su trabajo de un modo pulcro y efectivo. Nadie parece haber notado que lleva desde abril arrastrando los pies mientras camina. Nadie se ha dado cuenta de que, aunque la báscula siga marcando noventa y uno, él se siente como si fuera una morsa ártica de ochocientos kilos.
Todo comenzó por casualidad. Algún cable hizo contacto en su cabeza, un comentario sin ninguna intención se alió con dos pensamientos triviales y formaron un «y si». Y los «y sis», si te pillan en una mala condición, te agarran las entrañas y aprietan dejándote el resuello suficiente para respirar y seguir con tu miserable existencia. Johnny lleva remolcando ese incómodo lastre desde entonces.
Camila ocupa la mesa de al lado y varias veces le ha puesto ojitos, ojazos y, para qué engañarnos, le ha tirado un trastero entero a base de señales. Pero no recibe respuesta y se ha cansado de esperar a que se decida. Lo que no sabe es que dentro de la cabeza de Johnny se libra una guerra cada segundo por no dejarse caer, meterse en la cama y esperar que al día siguiente, cuando amanezca, el dolor y la angustia se hayan ido. Pero no: cada maldita mañana están ahí al abrir los ojos. Saludando y precisando que no se va a librar de ellos dejando su destino en manos de la esperanza.
En una ocasión, Johnny habló con sus padres y no lo entendieron, pero tampoco disponían de las herramientas para hacerlo: tiene un trabajo estable, independencia económica, un grupo de amigos fantástico y varias novias aparcadas porque no era el momento. Y es que el tapiz es colorido, pero, sin saber por qué, la parte de atrás tiene una tonalidad lúgubre, sucia, que va avanzando como una humedad insana y amenaza con destrozar el lienzo.
Bernardo es su jefe directo y no se le escapa una. Conoce a su equipo a fondo e intuye, mera suposición y ninguna certeza, que las manivelas del reloj de Johnny no marcan las horas en punto con la exquisitez de antes. Pero, ante un par de preguntas sobre si está bien o le ocurre algo, siempre ha recibido una sonrisa forzada y tensa junto a un «nada, sin problema». Ojalá hubiera sabido que su empleado deseaba que el interrogante se trocase en enunciación negativa. Porque no, no está nada bien. Y necesita ayuda.
Llegar a casa tiene un efecto descorazonador en su ánimo, pero dura apenas un par de segundos. El techo se le cae encima, aunque tampoco tiene ninguna gana de salir por ahí. Y el círculo vicioso y nocivo en el que se halla –solo, porque no quiere estar acompañado y, a la vez, amargado porque nadie le ayuda a salir de su laberinto– se cierra sobre su pecho, oprimiendo e impidiendo que dé ningún paso en el sentido que sea. Así que deja que el ritmo mental extenuante al que está sometido en todo momento haga que su cuerpo se rinda y caiga en un sueño reparador. Mientras cierra los ojos intenta no pensar en que, al abrirlos, habrá recuperado las fuerzas justas para revivir esa jornada de desazón una y otra vez, como si fuera Bill Murray en aquella película sobre el día de la marmota, pero con menos risas.
Y como la resistencia escasea y el miedo es colosal, curiosamente Johnny se ha armado del valor del que carece, ha pedido una moratoria a su propio cerebro y le ha dicho que se la irá pagando poco a poco, ha llamado al número de una psicóloga que le recomendó su hermana y aparece en su consulta. No lo ha comentado ni con la familia, porque eso de ir al «loquero», aunque ahora acudan hasta los famosos, tiene un toquecito 'mierder' que no quiere que le coloquen.
Belén le hace pasar, escucha pertrechada tras un cuaderno enorme y lo primero que le suelta es que no hay soluciones. Y cuando el bueno de Juan está a punto de levantarse y largarse por donde ha venido, le añade que el paso inicial es hacer frente a las tinieblas concediéndose estar mal, destrozado. Y lo está. Y justo después le pone deberes. Tareas pequeñas, posibles y agradables. Y él recuerda cuando se rompió el cruzado jugando al puñetero pádel, cuando al alba después de la operación ya quería andar sólo con una muleta. Y Belén le insiste en la rehabilitación, en no correr porque ahora no puede, en ponerse en manos de la satisfacción del avance (aunque sea minúsculo) en lugar de la prisa por «estar bien». Porque este músculo funcionará con esta rara gimnasia y, sobre todo, con tiempo.
Así que Johnny sale de la consulta entre contrariado y ligeramente defraudado. Pero mira el papel que tiene en la mano y decide que, de camino al trabajo, parará y contestará a las preguntas que la psicóloga le ha planteado. Y aunque no ve luz ni claridad en el horizonte, entiende que, ahora, sabe hacia dónde tiene que mirar.
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