Pego la hebra con un militar, oficial veterano en el destacamento español de Afganistán, con el que mantengo una relación de confianza. Sus palabras son ... muy claras: «A quienes estuvimos allí solo nos ha sorprendido la rapidez del desmoronamiento del ejército afgano», un ejército integrado por más de trescientos mil hombres, frente a los menos de cien mil combatientes talibanes, instruido y equipado por los norteamericanos, que han sacrificado en esa causa imposible más de ochenta mil millones de dólares.
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«A su lado, la tropa de Pancho Villa sería un modelo de organización», continúa. «Rehuían los combates, por detrás vendían armas y uniformes. En realidad, sus enemigos éramos nosotros, que a cambio de nada hemos pagado un precio muy alto», con más de cien compatriotas perdiendo la vida en aquellas tierras hostiles e inhóspitas, dos de ellos amigos y compañeros suyos.
¿Y las mujeres afganas?, le pregunto, ¿qué futuro tienen? Mi interlocutor, casado y padre de dos niñas, baja la cabeza y guarda silencio. Yo también me callo, pendiente de su respuesta, que le brota en susurro desde lo más hondo, dolorida y rotunda en su laconismo: «el de los animales»; y añade, tras una nueva pausa cargada de pesadumbre: «pero no el de las mascotas de aquí, sino el de los animales de carga, exprimidos hasta la muerte».
Aunque la izquierda caviar o caniche y la derechita acomplejada pretendan desconocerlo, estamos en guerra y el enemigo –porque es el enemigo- quiere aniquilar la cultura occidental. De ahí que las mujeres afganas también sean nuestro problema.
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