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Casado se dirige a la sala de prensa del PP el día siguiente de las elecciones locales, autonómicas y europeas del 26 de mayo. EFE
La metamorfosis de Casado

La metamorfosis de Casado

El líder del PP ha pasado en un año de la oposición sin cuartel al Gobierno socialista a ejercer de adalid de la moderación

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Domingo, 21 de julio 2019, 00:18

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Tal día como hoy de hace un año en un hotel cercano al aeropuerto de Barajas, Pablo Casado se erigió en líder del PP. Un mes antes, poco después de la censura a Mariano Rajoy, y durante un paseo por el parque de El Retiro en compañía del que hoy es su mano derecha, Teodoro García-Egea, había decidido medirse con las favoritas a la sucesión, Soraya Sáenz de Santamaría y María Dolores de Cospedal. Ganó contra pronóstico e irrumpió en la arena política un líder hiperactivo, agresivo y resuelto a comerse el mundo. 365 días después, y con dos varapalos en las urnas, es otro. Ha bajado el diapasón, ha limitado la sobreexposición y se ha puesto en modo hombre de Estado.

Casado quería acabar con la imagen del PP burocrático, plano y funcionarial de Rajoy, y lo hizo pasado de revoluciones. Dos, tres, cuatro actos diarios, declaraciones a todas horas y un lenguaje descarnado contra Pedro Sánchez. El pasado 7 de febrero, batió todas las marcas y casi agotó los calificativos del diccionario al endosar una retahíla de epítetos de una sola tacada al presidente del Gobierno pocas veces escuchada: «El mayor traidor de la historia de España, felón, incompetente, okupa, mediocre, mentiroso, ególatra, irresponsable, ridículo, …» y así hasta 21 adjetivos. El tono sorprendió incluso a los suyos, pero negó que fueran «descalificaciones, son descripciones». Pocos días después, en abril y con las elecciones ya convocadas, afirmó que Sánchez prefería entenderse con los de «las manos bañadas de sangre que con los que tienen las manos pintadas de blanco».

Ha abandonado el tono estridente y ha limitado sus apariciones públicas para moderar su imagen

En su entorno justificaban el lenguaje porque tenía que «fijar el mensaje» y ganar visibilidad en un escenario político hostil. Al fin y al cabo, era un líder poco conocido para buena parte de la ciudadanía.

En paralelo, rehízo los lazos con José María Aznar sin abjurar de Rajoy, y poco a poco soltó lastre 'sorayista'. La exvicepresidenta se fue a un prestigioso bufete de abogados y sus seguidores casi han desaparecido de los círculos del poder popular. Hoy apenas quedan rescoldos de aquella familia, los líderes en Andalucía, Juan Manuel Moreno Bonilla, y País Vasco, Alfonso Alonso, y la dirigente Cuca Gamarra, vicesecretaria de Política Social, son de los pocos que siguen.

Casado tiene por resolver la renovación de los liderazgos del partido en Canarias, Asturias y Cantabria, aplazadas hasta la cristalización de los pactos autonómicos. También está pendiente designar las direcciones de los grupos en el Congreso y el Senado, para las que Cayetana Álvarez de Toledo y Javier Maroto tienen muchas papeletas. Nombres que suscitan reticencias internas, pero que ahora, otra cosa hubiera sido hace un par de meses, nadie va a poner en cuestión.

A los pocos meses de hacerse con el timón del partido tuvo una chiripa electoral en Andalucía de las que se dan pocas veces. Coló un gol desde medio campo en las elecciones del 2 de diciembre, que llevó a Moreno a presidir la Junta merced a un pacto con Ciudadanos y Vox que puso fin a cuatro décadas de gobiernos del PSOE. Se sacó la espina histórica del PP gracias a una baja participación, un hartazgo socialista y la poderosa irrupción de la extrema derecha. Pero fue un espejismo.

La primera crisis

En las generales del 28 de abril cosechó el peor resultado de la historia de los populares. Luego llegaron las municipales, europeas y autonómicas, y aunque mejoró algo respecto al mes anterior, el resultado volvió a ser malo aunque recompuso la figura mediante pactos con los liberales y Vox que permitieron al PP conservar su poder territorial y hasta recuperar la joya política del Ayuntamiento de Madrid.

Casado, sin embargo, se encontró con un partido enfadado y unos barones recelosos. Tuvo que advertir a los ansiosos de sangre que no iba a dimitir. «Este proyecto -dijo- no es para nueve meses. Milagros, en Lourdes». Su proyecto, según explicó, era «reconstruir el partido piedra a piedra». Una forma de admitir que estaba destruido pero sin decir una mala palabra contra Rajoy, tampoco buena. Los líderes territoriales exigieron un giro al centro y acabar con episodios como la foto de Colón. Pero no. Negó la evidencia de que hubiera derechizado en la pugna por recuperar votantes de Vox.

Los pactos autonómicos y municipales con los nuevos socios paliaron la pobreza de los resultados electorales y, por ende, las voces críticas se han extinguido. No es, dicen algunos rebeldes hoy agazapados, momento para conflictos internos. El PP, además, observa como la izquierda se cuece en el fuego de la investidura y mejoran sus expectativas para una eventual repetición de las elecciones ante el desinfle de Vox y las peleas entre los naranjas.

La calma ha llegado para Casado y su liderazgo se ha asentado y es indiscutible. Ha reducido de forma drástica su presencia pública, ahora limitada a un par de actos a la semana, ha economizado declaraciones y ha desterrado el tono altisonante y faltón. Se ofrece a Pedro Sánchez para llegar a once pactos de Estado y no se le caen los anillos por acudir a sus llamadas. Incluso hace llamamientos a la mesura que no practicó en sus primeros pasos al frente del PP. Un papel opuesto al que desarrolla Albert Rivera, su némesis en la pugna por la hegemonía del centroderecha. Casado ya es el líder moderado con un partido pacificado y unas perspectivas políticas halagüeñas.

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