El tortuoso camino de la verdad
Estos días se cumple el 125 aniversario del inicio del 'caso Dreyfus' que movilizó la campaña activista de Emile Zola que culminó en 'Yo acuso'
Nunca está de más recordar que la verdad no está garantizada, que la mentira triunfa mucho más de lo que nos gustaría, y que defender ... la justifica a menudo implica esfuerzo y sacrificios personales penosos. Son las grandes lecciones del 'caso Dreyfus', que se inició, en un diciembre de hace ahora 125 años, con la condena del capitán alsaciano y judío que le da nombre, culpado en un consejo militar de una traición que no cometió. La flagrante injusticia movilizó al escritor Emile Zola, figura central del naturalismo francés, que publicó a lo largo de casi cuatro años una serie de 15 artículos de combate que encontraron su máxima expresión en su carta al presidente de la República 'Yo acuso', que ha quedado como ejemplo emblemático, como la versión más noble, del intelectual comprometido con la justicia.
Ciertamente, el 'caso Dreyfus' lo tiene todo para permanecer como un clásico de la historia de la infamia que conviene no olvidar, incluidos sus inequívocos elementos antisemitas, que fueron decisivos en el tratamiento que dio a la historia la prensa sensacionalista. Y, al tiempo, la labor polemista del escritor francés contiene también sobrados ingredientes para ser preservada como un ejemplo especialmente valioso e inspirador. Incluso debe ser recordada como contrapunto para tantos que, en el presente, juegan a identificarse con la mitología del 'intelectual comprometido', que inauguró Emile Zola, sin acercarse ni de lejos a los riesgos y penalidades personales que él corrió y que son los que engrandecen el mérito de su labor.
Empecemos por el principio, la condena de hace 125 años al capitán Alfred Dreyfus, al que se atribuye erróneamente la autoría de una carta con una lista de secretos militares que había sido descubierta en la Embajada de Alemania. La única prueba de cargo era la supuesta similitud de la letra de la lista con la de Dreyfus, y eso fue suficiente para condenarle en un consejo de guerra que le destinó a un confinamiento de por vida en la isla del Diablo. Algunas personas protestaron desde el principio por la endeblez de los argumentos y la sospecha de que la condición judía del militar había sido decisiva en la condena. Tres años después, Zola se sumaría al debate público con su primer artículo, publicado en Figaro, en el que ya se hace eco de la sospecha firme de que el verdadero autor es otro militar, el comandante Esterhazy, cuya letra sí coincide ostensiblemente con la del manuscrito infamante. Lo paradójico del caso es que llegará a condenarse a Estherhazy por el delito por el que se condenó a Dreyfus, sin que ello conlleve la revisión de la sentencia contra el capitan alsaciano. La rigidez del Ejército francés de la época, y su negativa a reconocer que se había cometido un error, fueron ingredientes esenciales de esta pavorosa historia.
Zola se sumó a la causa con entusiasmo el 25 de noviembre de 1897, con el primero de los 15 artículos que publicaría sobre este asunto. 13 de ellos los recogería en libro en el año 1901 bajo el título genérico de 'Yo acuso'. Los primeros artículos los publicó en Fígaro, los siguientes se los autoeditó él mismo, y a partir de la carta que da nombre al libro todos los demás aparecieron en las páginas del diario La Aurora. Como consecuencia del más célebre de sus artículos, el escritor fue condenado a un año de cárcel, que eludió huyendo a Londres. Y durante todo el tiempo que duró el combate tuvo que soportar las críticas y el desprecio de una parte de la sociedad francesa, que no comprendía su empecinamiento en una causa que los tribunales militares se empeñaban en cerrar, una y otra vez, con la complicidad del Gobierno. Lo más que alcanzó a ver en vida Emile Zola fue el indulto y la amnistía a Alfred Dreyfus, que resolvió el drama humanitario del caso, al permitirle regresar con su familia, pero no así la revisión de su condena por el Tribunal Supremo, y la proclamación de su inocencia, que no se produciría hasta el año 1906, cuatro años después de la muerte del novelista.
Emile Zola concluyó el primero de sus artículos con el lema 'la verdad se ha puesto en marcha y nada la detendrá', que repitió en muchos otros. Y nunca perdió la fe en que la justicia de su causa terminaría abriéndose camino, aunque no llegara a verlo. En la última carta que recoge su libro, la dirigida al presidente de la República Emile Loubet, se percibe, sin embargo, la amargura ante una solución, la de la amnistía, que supone «una suprema denegación de justicia». En su Carta al Senado, de unos meses antes, no duda en afirmar que «viene a cerrar así una de las últimas puertas abiertas a la verdad». Y en otra anterior, dirigida a la mujer de Dreyfus, al tiempo que celebra la satisfacción de que le haya sido devuelto su marido, lamenta el carácter «amargo» del perdón que le ha sido concedido. «¡Qué tristeza que el gobierno de un gran país se resigne, con desastrosa debilidad, a ser misericordioso, cuando tenía que ser justo!». Y añade con amargura: «pero tal es nuestra derrota que nos vemos reducidos a felicitar al gobierno por haberse mostrado piadoso».
Para Emile Zola, enfrentado a la acusación de antipatriota por poner en tela de juicio a las instituciones de Francia, el verdadero patriotismo consistía justamente en defender los valores de su país, que no puede resignarse a esconder sus errores bajo la alfombra. «Ya no hay caso Dreyfus», llega a escribir, «ahora se trata de saber si Francia es todavía la Francia de los derechos humanos, la que ha otorgado la libertad al mundo, la que debía otorgarle la justicia», escribe con su característica pasión.
La historia del caso Dreyfus es la historia del camino que permitió a la verdad abrirse paso. Y fue verdaderamente tortuoso. Un día se abría la esperanza, con la revisión de la condena inicial en un nuevo consejo de guerra, y al otro Dreyfus volvía a ser condenado. En los escritos de Zola se ve como oscila entre la fe entusiasta en el carácter vencedor de la verdad y la constatación de que una y otra vez es atropellada. En 1898 escribe «la verdad posee en sí misma una fuerza que puede con todos los obstáculos», pero enseguida tiene que reconocer que «a medida que la verdad avanza, las mentiras se acumulan para negar sus pasos». Unos meses después reconoce estar «espantado» al ver cómo su capitán inocente es condenado por segunda vez, algo que, según recuerda, no le ocurrió ni al mismísimo Cristo. «Hemos visto el más extraordinario conjunto de atentados contra la verdad y contra la justicia», añade en otro escrito.
Al final, la verdad se impuso, pero no lo hizo sola. La gran lección del caso Dreyfus es que la verdad necesita paladines, y si no los encuentra, puede perfectamente ser enterrada. Zola critica a la prensa de su época en una doble dirección: a la sensacionalista, por difundir falsedades movida por los prejuicios; y a la seria, por mantenerse neutral y no mancharse las manos en la defensa de la verdad. Una defensa que el novelista cargó sobre sus espaldas, pero no sin pagar el precio de la amargura y el desgarro. Él mismo lo expone en la carta escrita tras tener que marcharse de Francia. «La gente olvida que no soy un polemista ni un político, que obtienen beneficio de sus trifulcas. Soy un escritor libre cuya única pasión en la vida ha sido la verdad, un hombre que ha luchado por ella en todos los campos de batalla. Durante cuarenta años he servido a mi país con la pluma, reuniendo todo mi valor, toda mi capacidad de trabajo y mi buena fe. Y juro a ustedes que se siente un dolor espantoso al irse solo en una noche oscura, al ver cómo desaparecen las luces de Francia, cuando lo único que se buscaba era su honor, su grandeza de justiciera entre los pueblos». La pena de prisión le fue revisada y pudo volver a su país, pero la amargura nunca le abandonaron del todo y quedan como los indicadores más expresivos, como las verdaderas cicatrices de guerra, del intelectual verdaderamente comprometido.
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