
Un artista nunca es pobre
Gustavo Martín Garzo rememora al dierctor de teatro Juan Ignacio Miralles, 'Licas'
Gustavo Martín Garzo
Domingo, 26 de enero 2025, 11:13
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Gustavo Martín Garzo
Domingo, 26 de enero 2025, 11:13
Ha muerto Juan Ignacio Miralles, 'Licas'. Su nombre procede de un personaje de la mitología griega heraldo y compañero de Heracles. Le iba bien ese nombre: el de un héroe equivocado. Filtros de amor, mujeres que morían de tristeza, seres cansados que dialogan con ... su propio pasado, las apuestas misteriosas del deseo, tales fueron los temas a los que volvía una y otra vez en sus obras de teatro.
El mundo será más pequeño sin él. Faltarán sobre todo sus noches, aquella buhardilla de la calle de Platerías a la que íbamos cuando teníamos veinte años y que, a pesar de su reducido tamaño, parecía contener el mundo entero. Licas, como las urracas, se llevaba allí todo lo que brillaba. Viejos discos, revistas de cine y teatro, anuncios y carteles de películas, los libros que amaba y que no dejaba de leer: los textos de August Strinbderg, Antón Chéjov y Tennessee Williams. Pero también las obras para marionetas de Lorca y aquellas fábulas de Lafontaine que tanto amaba, tal vez porque en ellas hablaban los animales y porque nada le habría gustado más que su gata se hubiera puesto a hablar con ellos. Aquel mundo tan abigarrado como sorprendente era su paraíso de escombros.
Francisco Nieva que por un tiempo lo tuvo en Madrid con él decía que era como una sombra silenciosa. Y así era Licas, alguien que apenas se hacía notar, que a menudo ni siquiera te dabas cuenta de que estaba contigo, pero que te envolvía con un mundo de delicadezas y pequeñas perversidades capaces de hacer presente ante ti el temblor de la vida. ¿No es eso lo que hacen los poetas y los que escriben comedias, dar palabras a lo que no puede hablar, transformar el cuerpo mudo del deseo en el que cuerpo que habla en la escena? Eso era el teatro para él, una ceremonia mágica que debía unir lo que nuestra razón separa: el mundo de los hombres y el de las mujeres, el de los adultos y el de los niños, el de los vivos y el de los muertos, el mundo real y el del sueño.
En los últimos años estaba muy delgado y se había dejado crecer la barba y el pelo, lo que le daba la apariencia de mendigo. Un mendigo sin embargo afable y sonriente con el que te encontrabas cuando ibas al mercado o en las salas de los cines Casablanca, pues pocas cosas amó más que el cine. Vivía muy pobremente pero nunca se quejaba, ni te pedía nada. Como si te dijera: los artistas nunca somos pobres. Tenemos los secretos de nuestro corazón. Bien sabía él que los secretos, como escribió Salvatore Quasimodo, tienen márgenes felices, estratagemas, puertas desconocidas que nos permiten salirnos con la nuestra.
Fue en La Ventanita, su teatro de títeres, donde en los últimos años de su vida encontró, junto a Cristina, Carlos y Olga esa felicidad que nunca dejó de buscar. Allí descubrió el mundo que más amó, el de las bellas marionetas. Fueron ellas las que le llevaron de vuelta a ese mundo que nunca había abandonado del todo, el mundo de Sueño de una noche de verano. En él le esperaban los senderos misteriosos, las llamadas del deseo, las metamorfosis, las sabias mentiras del amor. Esa vida dormida que hay en cada uno de nosotros y que sólo el hechizo de la poesía, como la flor mágica del duende Puck, puede despertar.
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