El misterioso caso del ajedrecista Swiderski
La sección se despide hasta la próxima temporada con un relato de ficción inspirado en la extraña muerte de un ajedrecista alemán
Manuel Azuaga Herrera
Sábado, 14 de junio 2025, 23:00
Odio jugar al Scrabble. Juntar letras no es un pasatiempo, es una labor intelectual compleja. En estricto sentido etimológico, es una faena. Desde hace años, juego contra mí mismo todos los domingos en el Café Comercial, en la Glorieta de Bilbao. Durante décadas, este café de techos altos y puerta giratoria fue el santuario del ajedrez madrileño. Éramos muchos los que, entre charlas, silencios y cigarrillos jaqueábamos la vida hasta el amanecer, a golpe de reloj. Pero hace tiempo que aquel mundo murió. Que el ajedrez se prohibió y dejé de fumar. Ahora me planto frente a una máquina y leo en una pantalla una lista de letras azarosas. La serie de hoy es interesante: 'RAZECJINOSTAED'. En menos de dos minutos, debo formar una palabra y, según el número de letras empleadas, acumularé más o menos puntos. Encuentro al toque 'AJEDREZ'. No está mal, me digo. Escribo mi hallazgo en el teclado, pero la máquina no tarda ni un segundo en mostrarme otra posible combinación: 'CONJURADAS'. Joder, mascullo. He vuelto a perder. Soy Arturo Faldoman, periodista. Y cada domingo doy un paso más hacia la bancarrota.
Trabajo por encargo. Tengo alma de detective. Carnet de detective. Revólver de detective. Me conocen por haber resuelto el enigma de la muerte de Alexander Alekhine, un campeón mundial de ajedrez al que, la mañana del 24 de marzo de 1946, encontraron sin vida en la habitación de un hotel de Estoril, atragantado, delante de un tablero. La plataforma secreta 'La diagonal sellada' me encomendó el caso. Tras años de minuciosas indagaciones, demostré que Alekhine había sido baleado. Es cierto que siempre se había especulado con esa hipótesis, pero nunca nadie la había confirmado con tanto fundamento. Gracias al esclarecimiento de este caso, obtuve la máxima distinción de la Comisión Internacional de Verificación Histórica y Documental, un organismo clandestino que, desde el triunfo de la censura algorítmica y de la manipulación masiva de los medios, defiende como puede el derecho a una información veraz. A raíz de este reconocimiento, recibí amenazas de tres de los guardianes más feroces de la narrativa dominante: lobbies corporativos, académicos ortodoxos e informáticos a sueldo. Las cosas se pusieron realmente feas.
Al poco, con las aguas más tranquilas, regresé al Café Comercial, desde donde les cuento esta aventura. Y en este mismo lugar recibí un nuevo encargo: «Rudolf Swiderski. Leipzig». Como de costumbre, se trataba de un mensaje encriptado enviado por la Comisión de Verificación Histórica. ¿Quién era o fue Rudolf Swiderski?, me pregunté. ¿Qué misterio se esconde tras ese nombre? Conocía bien el método y supe de inmediato que el único modo de averiguarlo era viajar a Leipzig. De nada serviría buscar en la red, una fuente de información que, desde la Era de la Verificación Sospechosa, no solo dejó de ser confiable, sino que se convirtió en una actividad de riesgo, pues el usuario va dejando huella de todo lo que consulta. La traza epistemológica, la llaman. La cicatriz digital, como nos referimos a ella los que nos dedicamos a esto.
En Leipzig, con la ayuda de redes de confianza y comunidades antisistema de apoyo mutuo, descubrí muy pronto las claves de lo que estaba buscando. Rudolf Swiderski fue el hijo del exitoso empresario Philipp Swiderski. En 1867, como delegado del comité prusiano, Philipp visitó la Exposición Universal de París. Quedó tan fascinado por las técnicas de producción y las maquinarias de última generación allí expuestas que, cuando regresó a Alemania, montó su propia fábrica de prensas de impresión a vapor. Pocos años después, ya era el dueño y señor de un poderoso imperio industrial. Por su parte, su hijo Rudolf nació tocado por el aire de la bohemia, la música y el juego del ajedrez. El 11 o el 12 de agosto de 1909 (no hay consenso en la fecha), el cuerpo de Rudolf Swiderski apareció con síntomas de envenenamiento y un disparo en la cabeza. Un periódico de la época tituló: «Célebre ajedrecista se suicida». De golpe, una nueva pregunta se abalanzó sobre mí: ¿Qué empuja a alguien, con solo 31 años, a hacer algo así?
Mi misión consistía en comprobar la veracidad del relato oficial, en dar por bueno (o no) lo contado y llegar a la verdad. En mi informe, certifiqué que Rudolf asistió al König-Albert-Gymnasium, un instituto humanístico en el que casi se cruzó con Joachim Bötticher, conocido por su nombre artístico, Joachim Ringelnatz, pintor y poeta. También constaté el gusto de Rudolf por el violín y el piano. El ajedrecista William Napier, al conocer el trágico final de su amigo, escribió: «Una vez, tras perder una partida, Swiderski subió al último piso del edificio para luchar contra sí mismo en un piano de cola». Rudolf, contó Napier, se deshizo en lágrimas «al son de una sonata de Beethoven».
La maldición de Coburgo
En mis días de pesquisas en Leipzig, confirmé que Swiderski destacó como pocos en el arte de las sesenta y cuatro casillas. En 1904, ganó un torneo de maestros celebrado en Coburgo. Compartió el primer puesto con Carl Schlechter y Curt von Bardeleben. Me quedé sin aliento cuando supe que, en 1931, von Bardeleben se arrojó por una ventana de su apartamento en Berlín. Al parecer, esta noticia llegó a oídos de Vladimir Nabokov y se inspiró en ella para escribir 'La defensa'. «La maldición de Coburgo», escribí en un capítulo de mi informe. Y anoté que este sería un punto de arranque fantástico para un próximo encargo.
Rudolf nació tocado por el aire de la bohemia, la música y el juego del ajedrez
Recopilé mucha información en hemerotecas oscuras (así las llamamos) y fui completando un collage sobre la verdadera naturaleza de la muerte de Swiderski. Subrayé tres indicios. Uno: «La fecha exacta del suicidio, el 2 de agosto, se determinó por una nota dejada por el propio Swiderski». Dos: «El cuerpo estaba en avanzado estado de descomposición». Y tres: «Poco antes de los hechos, Rudolf había sido condenado por perjurio en un juicio que lo involucraba en un escándalo vergonzoso». En este último punto, averigüé que el «escándalo vergonzoso» estaba relacionado con una aventura amorosa que implicaba a una joven, Ottilie Bötticher, hermana del poeta del König-Albert-Gymnasium.
El mural de Velázquez von Wilhelm
La última mañana de mi estancia en Leipzig, antes de que enviara mis pobres conclusiones a la Comisión de Verificación Histórica, visité la antigua fábrica de Philipp Swiderski, en la zona fronteriza de Plagwitz y Kleinzschocher. En la fachada principal, debajo de una torre estilo Tudor y del escudo de armas de la familia Swiderski tallado en piedra, me quedé sin palabras. Delante de mí, un espectacular mural mostraba una escena inquietante en la que un ajedrecista, en el centro de la composición, miraba de frente, rodeado de personajes.
El mural era (es) obra del artista venezolano Esteban Velázquez von Wilhelm. Me puse en contacto con él y, como esperaba, confirmó mis sospechas: «Es un esbozo biográfico de la vida y trágica muerte de Rudolf Swiderski». Velázquez von Wilhelm prosiguió: «Al fondo, aparecen los tres emperadores alemanes que confluyeron en el año 1888, cuando se erigió la fábrica. Junto a Rudolf, vemos a Ottilie, su amante. Al parecer, los círculos bohemios y aristocráticos de la época la culpabilizaron del suicidio de Swiderski. También pinté a Joachim Ringelnatz, el hermano de Ottilie, junto a mí mismo».
Gracias a las explicaciones de Esteban, supe que Rudolf debía haber heredado el negocio y los planes de expansión familiares. «Era la esperanza de su padre», en palabras del artista. Y añadió: «Tras el triunfo de la guerra franco prusiana y el ascenso de Alemania como Imperio, Philipp Swiderski quería competir con el despliegue productivo de Inglaterra. Sin embargo, el pequeño Rudolf era un alma sensible con un carácter casi flemático. Y puso fin a su vida al mismo tiempo que el imperio industrial de su padre se derrumbaba para siempre». Cerré mi informe para la Comisión con esta última línea de von Wilhelm. No había descubierto nada relevante acerca de la causa de la muerte de Swiderski, pero había llegado mucho más allá de lo que jamás hubiera imaginado.
Desde mi viaje a Leipzig, hace ya algunos años, vivo obsesionado con la historia de Rudolf Swiderski. Pierdo como nunca al Scrabble en este antiguo santuario. Las paredes del Café Comercial conservan el mismo revestimiento, pero la atmósfera estrangula. Y huele distinto. Me da rabia no haberle ganado hoy a la máquina. He tecleado la palabra 'AJEDREZ' y no he visto que tenía a mi alcance 'AJEDRECISTA', que es mejor que 'CONJURADAS'. Soy un idiota. Estoy tan enfadado que, en el espacio reservado para la identificación del usuario, decido registrar, aunque me juegue el pescuezo, mi verdadero nombre: Arturo Faldoman.
Desde mi viaje a Leipzig, hace ya algunos años, vivo obsesionado con la historia de Rudolf Swiderski
Al instante, todo explota en mi cabeza. Siento cómo mi mente juguetea con los significantes que toma de la pantalla y los compacta en un solo cuerpo: 'ARTUROFALDOMAN'. No puedo evitar el llanto al contemplar cómo las catorce letras brincan en busca de un nuevo orden. La 'M' se alza, vuela hacia la izquierda y se coloca al inicio. La 'A' de Arturo se está quieta, pero ahora queda desplazada a la segunda posición. Cuando todas y cada una de las letras se acomodan, el baile cesa ante la verdad que se revela: 'MATARON A RUDOLF'. Mi corazón no resiste y se apaga.
** El testimonio del artista Esteban Velázquez von Wilhelm es real. Su mural en la fábrica de Swiderski es hermoso. Es parte de su tributo a la vida y trágica muerte de un ajedrecista tan genial como atormentado.
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.