La novela sin mobiliario
Willa Cather, escritora estadounidense, con su serena clarividencia habitual, separó el grano de la paja en lo que a materia narrativa se refiere, al optar por la sobriedad y la desnudez
Fermín Herrero
Valladolid
Viernes, 21 de febrero 2020, 07:10
Willa Cather forma parte por derecho propio, junto a Carson McCullers, Flannery O'Connor, Katherine Anne Porter o Eudora Welty, de la nómina de ... grandes narradoras norteamericanas, a cual mejor. Aparte de cuentos, algunos muy antologados, como 'El caso de Paul', escribió tardíamente, a partir de sus cuarenta años, una docena de novelas, algunas cortas, la mayoría, por suerte, editadas en los últimos años en España. Alba, que tiene en su ejemplar catálogo de clásicos imprescindibles, 'Mi Ántonia', para muchos su obra cumbre, 'Pioneros','Lucy Gayheart', 'Una dama extraviada' o 'Mi enemigo mortal', ha publicado hace escasas fechas su ópera prima 'El puente de Alexander', escrita bajo el influjo, que pronto abandonó, de Henry James; Pre-textos ha editado 'El canto de la alondra'; Cátedra, 'La muerte llama al arzobispo'; Nórdica, 'Uno de los nuestros', premio Pulitzer; Impedimenta, 'Sapphira y la joven esclava', su última y, como las demás, conmovedora narración, que comentamos aquí en su día.
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Aparte de James, admiró, entre otros, a Gustave Flaubert o Thomas Mann, y tuvo muy buen olfato literario para detectar el talento de escritores como Katherine Mansfield o Stephen Crane. Su concepción del novelista como un médium, apremiado por la exigencia de darse a los personajes, se basa en la consideración de que las narraciones escritas no eran sino el resultado obligatorio y necesario de plasmar en el papel formas y escenas que rondan por la cabeza durante años. En cuanto a su temática, el crítico Phyillis Robinson señala que escribió acerca del conflicto «entre lo nuevo y lo antiguo, la ciudad y el campo, el artista y la sociedad, y lo hizo entre ideales y realidades, entre el deseo y el autocontrol».
Creo que la mejor manera de acercarse a su poética, a su teoría de la novela, de tintes líricos, es el capítulo del volumen de recuerdos y ensayos 'Para mayores de cuarenta' titulado 'La novela démeublé'. Son sólo siete páginas, como mucho. En un primer vistazo, es decir, en una lectura urgente tal y como nos ha acostumbrado, constreñido, nuestra época, parecen poca cosa, casi nada, y, no obstante, cada vez que las releo confirmo más mi impresión inicial de que la Cather dio en el clavo, con su serena clarividencia habitual, que separó el grano de la paja en lo que a materia narrativa se refiere, al optar por la sobriedad y la desnudez.
En la escueta 'Nota preliminar', un párrafo de una docenilla de líneas, establece con meridiana claridad el sentido del curioso título del libro. Declara sin ambages, con una resolución que para mí querría en estos tiempos en los que el relativismo y lo políticamente correcto no permite aventurar ningún juicio tajante, en particular si puede resultar impertinente o bien importunar, aunque sea mínimamente, al interlocutor pertrechado en la doxa impuesta por la opinión pública mayoritaria, que no está escrito para lectores que no superen los cuarenta años.
Y añade, en torno a estas imposiciones de la modernidad o posmodernidad, que veía venir: «Hacia 1922 el mundo se partió en dos, y las personas y los prejuicios que aparecen en los breves bocetos de este libro se pierden en los siete mil años del ayer». El final de la frase nos trae a la memoria, a su vez, el conocido testimonio de Stefan Zweig, trufado de nostalgia, sobre un mundo, el de los Habsburgo, y por extensión de la civilización europea, que también periclitaba. No menos explícita es la conclusión de la nota: «Para éstos, los rezagados, y por obra de una de ellos, fueron escritos estos bosquejos».
Luego, en el breve ensayo, deslinda, para empezar, «la novela como forma de diversión», lo que llama «novela fabricada», antecedente de la bazofia bestsellera posterior y de hoy, naturalmente prescindible a efectos literarios y en lo que concierne a un verdadero lector, atento, de aquella «como forma de arte», escrita con intención de perdurar y no de comerciar. Prescribe además, para evitar la entonces incipiente deshumanización, que más allá de la mera verosimilitud realista, balzaciana, digamos, propia de «decoradores de interiores» aptos para construir «novelas de negocios», que hay que buscar, mediante la elipsis, la sugerencia, con lo que se muestra adelantada a su tiempo, y un tono emotivo, del que pone como ejemplo 'La letra escarlata' y es también el suyo, formulado así: «Es la inexplicable presencia del objeto no nombrado, la insinuación adivinada por el oído pero no oída por él, el espíritu verbal, el aura emocional del hecho o del objeto o de la acción, lo que da gran calidad a la novela o al drama, así como a la poesía».
En otro ensayo del libro recupera la figura de la olvidada narradora, con la que se carteó, Sarah Orne Jewett, creo que inédita en español, «una dama en el antiguo sentido del término». De ella dijo el mencionado James que tenía «una especie de elegancia humilde o un exquisito destello de modestia». Seguramente por eso en sus relatos centrados en Maine encuentra el sabor genuino, el espíritu campestre de Nueva Inglaterra, igual que Cather recrea a la perfección, sobre todo en 'Pioneros' el mundo vitalista de los colonos aventureros, muchos de ellos inmigrantes checos o suecos con los que convivió su familia de origen galés y alsaciano en Nebraska, donde transcurrió su niñez, tras haber nacido en Virginia. Para ambas, probablemente lesbianas, sirve igualmente lo que ensalza de la autora de 'El abeto puntiagudo': «escribía sobre la gente común que se nutría de la tierra, no sobre individuos que estaban en guerra con su entorno».
Lo que llama, en fin, un auténtico estilo, que atribuye a Mark Twain o Hawthorne, es aplicable a su propia obra, al menos a la percepción que siempre he tenido de ella: «Nos gusta un escritor del mismo modo que nos gusta un individuo: simplemente por lo que es, más allá de sus logros. Más a menudo de lo que somos conscientes, se debe a alguna cualidad moral, algún ideal que él mismo ama, aunque pueda no resultar demasiado discernible en su comportamiento cotidiano. Se debe a la luz que hay detrás de sus libros y a la vitalidad de sus frases». Es, en definitiva, ese timbre suyo único, indefinible, más allá de los argumentos, destinados al almacén del olvido; esa cadencia narrativa, un tempo lento y sostenido, capaz de mostrarnos, contra todo lo pretencioso y cualquier adorno retórico, la belleza inocente del mundo, de contagiarnos una emoción elemental a la que renunció, en gran medida, la literatura tras el ciclón de las vanguardias.
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