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Visitantes en la feria de la cerámica. / G. VILLAMIL
VALLADOLID

DE PINGOS PARDOS Agua fresquita

FRANCISCO CANTALAPIEDRA

Sábado, 13 de septiembre 2008, 03:57

AYER fui a la Feria de la Cerámica con el mismo entusiasmo con el que un niño iría a una conferencia sobre la vida de Nietzsche, que no sé si inventó la deconstrucción de la tortilla o la teoría de la relatividad. ¿Qué diría su chavalín de usted si se lo llevara una tarde de sábado a escuchar una charla magistral sobre Schopenhauer, obligándole a dejar la 'play' en la habitación para ir al ateneo libertario donde tiene lugar el acto? Si el chiquitín fuera educado diría menudo rollo, mientras que si fuera normal mascullaría cosas más fuertes. Yo me quedé en la parte educada cuando los mandamases del periódico me pidieron cubrir (en el sentido noble) la Feria de la Cerámica, a la que llegué pensando lo del niño: ¡vaya rollo! Pero, no. Donde esperaba encontrarme pucheros y cazuelas, botijos finos y ceniceros de barro cocido procedentes de la zona de Matalascabrillas del Duque y aledaños, me topé con una colección de arte y artistas de no te menees. Una colección de tipos interesantes; raros, pero curiosos.

Por ejemplo, un sesentón llamado Ignacio Jodar (con perdón de la mesa), que tiene su taller en la localidad tarraconense de El Vendrell, y que confiesa sin rubor que su nivel artístico es mucho más alto que los huevos de barro y las mujeres exuberantes que expone en su caseta. Un tipo que se queja del «daño que hacen a este negocio las tiendas de Todo a 100, porque por muy barato que vendas, ellos lo tienen a menos de la mitad». Como vi que se enrollaba, le pregunté si algún visitante se había acercado a darle la brasa con el Estatut catalán, y me dijo que no, «aunque el otro día en Salamanca un tío me montó una bronca por los papeles del archivo». Unos metros más allá me topé con un iraquí llamado Yawdat, que expone algo de lo realizado a lo largo de «treinta años de oficio», en Bagdad y en Móstoles, que es donde tiene su taller desde hace más de dos décadas. Aunque él prefiere hablarme de gres y hornos de gas, yo le pregunto por Irak y me suelta dolorido: «qué desastre. Está todo roto». Con Rocío Blanco, que viene de la localidad cántabra de Mogro, aprendo que el gres tiene que cocer a 1.240 grados, ni uno más ni uno menos. Como viendo sus manos no me pareció que tuviera que tocar con ellas el barro como mi madre hacía con la plancha de carbón, me confesó que utilizaba un pirómetro y yo me dije: coño, de qué cosas se entera uno viniendo a la feria.

En un 'stand' de Villoldo (Palencia), Luis Eugenio García me enseña con orgullo una pareja en barro de «dos inmigrantes» que a mí me parecen la Virgen y San José calentándose las manos. Enfrente, Roberto Nekotxea se confiesa «harto de que la gente hable de cerámica como si fueran cacharros y no una forma de expresión artística». Y dos metros más allá, los maragatos Agustín Adolfo Buisán y María José Requejo me ponen al día sobre sus experimentos con un material tan poco noble como el serrín, con el que envuelven las piezas cocidas y templadas para que «el humo se filtre por los poros y cree esas masas grises que ves». Más allá del arte intento saber si pueden vivir de esto: «Sí, aunque mal, porque cuando la crisis aprieta lo primero que se elimina es todo aquello que no es imprescindible».

Tuve que llegar hasta el fondo de la feria para encontrar lo que creía que iba a ser lo habitual: huchas, botijos, cazuelas y platos refractarios sin complicaciones ni segundas intenciones y ganándole terreno a cuadros, relieves, lámparas, figuras y demás parafernalia. Y todo, hecho en Arrabal de Portillo, con la arcilla de siempre, como decía Andrés Pérez mientras vendía la única pieza que vi despachar en toda la tarde: un botijo comprado por Pilar del Valle. Como el artilugio no llevaba prospecto, Andrés se lo explicó de palabra: «usted lo llena de agua, la tira a las dos horas y la siguiente que eche ya se puede beber. Ya verá qué fresquita».

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