Carta apócrifa del joven Juan Zebedeo (y II)
JESÚS RIAZA
Domingo, 10 de agosto 2008, 03:39
Y o no había estado nunca tan al norte, pero recordaba que padre había pasado por allí en una ocasión en la que viajó a Tiro para comprar unas redes de pesca que, según decían, iban a revolucionar el trabajo y que las vendían unos comerciantes de Troade. A la vuelta contó que habían hecho una parada en un lugar, cerca de Cesarea, en el que están las fuentes del río Jordán y que se conservaba un templo pagano al dios Pan que este estaba tallado en la roca.
Fue el segundo día de estar allí, después de comer, cuando pasó lo de Pedro. Resulta que mientras hablábamos de cosas sin importancia y Jesús se reía de las preocupaciones de Judas porque la bolsa del dinero menguaba, como quien no quiere la cosa nos preguntó que qué decía la gente de él. Nos precipitamos a contar la cantidad de cosas que habíamos oído en los últimos meses: que si era un profeta, un rabí poderoso, que si alguno había oído que era un fariseo que había salido mal con ellos, que si un esenio al que habían expulsado de la comunidad, que si un discípulo renegado del bautista, según se decía Herodes estaba asustado porque pensaba que Juan había vuelto de la tumba para ajustarle las cuentas. Reímos las ocurrencias, pero entonces Jesús nos preguntó: «Y vosotros, ¿qué les decís de mí?». Nos conocía bien y sabía que el día anterior mientras él estaba en oración, nosotros habíamos discutido si merecía la pena seguirle, si teníamos que hacer como todos aquellos que se habían largado ya y si realmente nos acarrearía el seguimiento puestos de honor. Ante la pregunta nos quedamos callados. Entonces, Pedro, fue el que habló. Dijo lo que queríamos creer, pero de lo que no estábamos seguros, lo que a él le parecía que Jesús quería escuchar, aunque a estas alturas ya sabíamos que no podíamos engañarle y que rechazaba adulaciones y bonitas palabras de compromiso. Pero cuando Pedro dijo que él sí creía que era el Mesías, todos hicimos nuestras sus palabras. En tono distendido Jesús le auguró a Pedro un futuro prometedor y fue cuando le cambió el nombre de Cefas. Pero luego se puso serio y nos dijo que tendríamos que ir a Jerusalén. Sabíamos que eso suponía un gran peligro porque en la capital nunca se han visto con buenos ojos las cosas de Galilea. De hecho nos tratan de incultos y consideran que estamos medio paganizados por nuestra relación con los gentiles y las ciudades autónomas de la Decápolis. Además los movimientos del nazareno, como allí le llaman, irrita a los fariseos y asusta a los saduceos. Aún así, sabemos que un profeta tiene que ir a Jerusalén. Pero lo que nos asustó no fue el viaje que, con ciertas precauciones y aprovechando la multitud que sube en la Pascua podría pasar desapercibido, sino la seguridad con la que Jesús añadió que lo iban a matar.
Entonces fue cuando Pedro habló nuevamente de más. Si hacía un momento le había dicho que para él era el Mesías de Dios, ahora lo cogió del brazo, se lo llevó aparte y le dijo que de eso nada, que él no iba a permitir que tirásemos por la borda lo que ya habíamos conseguido y que si él calculaba que había que esperar a tener más seguidores que nos respaldasen y ser así más fuertes, pues esperaríamos.
Jesús se enfadó de verdad con Pedro. Primero le respondió con dureza tachándole casi de tentador y después dirigiéndose a todos nos dijo que el camino era él y que el que quisiera ya sabía a dónde conducía. Después de un silencio sepulcral, Pedro se acercó avergonzado, rezonzogó un oscuro lo siento y abrazó a Jesús, que le dio una palmada en sus anchas espaldas de pescador. Luego dijo un escueto «Vamos», y nadie preguntó ya a dónde.
Desde entonces vamos hacia el sur. Jesús camina seguro y a nosotros nos parece que nos lleva en volandas. No sé lo que nos espera pero, después de lo que ha pasado en el Tabor, he perdido el miedo.
Saludos en el Señor. Paz a todos. Juan.
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.