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«Mire Hoyas, de menuda se ha librado…». A uno le gusta imaginarse a Tomás, allá donde esté, en amena tertulia con don Ramón del ... Valle-Inclán, destripando periódicos, apurando un gin-tonic y burlándose de todos nosotros, sobre todo de los columnistas. Era su actitud ante la vida, encarar las cornadas con ironía, ciscarse en los santones del oficio y refugiarse en la letra escrita. Tomás Hoyas nos dejó hace tres años, lo que equivale a un siglo en el periodismo y dos segundos en el terreno de los afectos. Se lo llevó un cáncer no por presagiado menos traicionero. Incluso madrugador, se quejaba. En la recta final de aquel 16 de enero de 2018, le dijo a José María Nieto que ahí estaba, en el hospital, «sobremuriendo». Marca de la casa.
Las vicisitudes de la vida y alguna que otra zancadilla condujeron a Tomás Hoyas Díez (Valladolid, 1955-2018) al periodismo, oficio donde forjó su personaje y desplegó su escritura más brillante. Porque él, que se había licenciado en Filología Románica por la Universidad de Valladolid, estaba convencido de que en la prensa del siglo XX se podía seguir haciendo buena literatura. Como Azorín. Como Unamuno. Como su admirado Valle-Inclán.
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Paradojas de la vida, de no haber mediado el empellón reaccionario de los Hermanos Maristas, en cuyo Colegio impartió clases de Literatura durante diez años, no hubiéramos podido disfrutar de sus columnas. Al menos como lo hicimos. «No hay mal que por bien no venga», solía decir cada vez que recordaba con sorna aquel despido «por ácrata». Era 1988. Hasta entonces, Tomás era un profesor entregado y vocacional, un maestro, en el sentido más literal del término. Algo así como Robin Williams en «El club de los poetas muertos», pero sin cursilería.
Aquel primer bache le obligó a «reinventarse», si seguimos con símiles pedantes. En la Facultad de Ciencias de la Información de la Complutense se hizo con el título de Especialista en Documentación, lo que le permitió trabajar en el Centro de Documentación Teatral del Ministerio de Cultura y colaborar en la revista 'Público'. Luego vendría la aventura de la primitiva Agencia de Noticias ICAL, dirigida por José Luis Guerrero, donde fue jefe de la Sección de Documentación y redactor jefe de suplementos.
Pero fue en El Mundo de Castilla y León, a partir de 1994, donde fijó su impronta como maestro de columnistas. Su «Zoom» semanal enfocaba la realidad noticiable desde una ironía burlona que podía ser cariñosa, desengañada, compasiva, amarga y juguetona. Pero siempre incisiva. Y un pelín barroca. Ahí quedan, para muestra, su «Arenales, amor» o la desternillante descripción del tipo de corbatas que había «en Región». Le recuerdo desde la impresora que estaba al final de la redacción, junto a la mesa de cierre, escuchándole teclear bajo una espesa nube de humo y apremiado a voces para que rematase de una vez su columna. Era el momento del «Mire Hoyas» de Valle. A esas alturas, nuestro hombre había hecho casi de todo: corregir colaboraciones, criticarle a Nieto su viñeta, despachar unas cuantas cervezas, fumar con Rome, reclamar la columna del día, meterla en página, terminar la opinión, regalarle alguna grosería a Lola y anotar con su estilográfica las opiniones de Campillo para darles forma de editorial.
Entonces comenzaba su segunda vida, la del Harlem, la del Terminal, la del Patton, la desordenada rutina noctámbula de las barras de bar, siempre con su montón de periódicos bajo el brazo, cariñoso pese a su timidez, riéndose de quienes le preguntábamos que para cuándo esa novela, quitándonos la razón mientras nos llamaba «mermao» o «sodomita saduceo», driblando a los «marisabidillas» que se consideraban indispensables por emular a Umbral y recordándonos, con media sonrisa, que «no haces más que escribir mierdas». Luego su silueta, elegante y enjuta, se perdía por la Plaza de los Arces, no sabíamos si hacia el siguiente bar o hacia su casa, donde le esperaba una buena ración de cine clásico, su otra gran pasión confesada. Por eso una de las preguntas más extendidas era si Tomás dormía.
Autor de guías urbanas absolutamente literarias, de relatos cortos ambientados en su ciudad y de alguna que otra biografía, su destreza en el manejo del lenguaje le hizo merecedor, en 2007, del Premio Miguel Delibes de Periodismo. Aquella columna llevaba por título «Flapigozo congresito». «Soy heredero por educación de esos dos tipos de escritura: los clásicos menos 'pirotécnicos' (aquellos conceptistas como Gracián, etc.). Y luego la línea clásica de Quevedo, Valle-Inclán y que llevó a nuestros tiempos Umbral, con mucho más fuego de 'artificio verbal'. Este es más mi estilo. Delibes es más claro, directo, cercano y normal, lingüísticamente. A mí me gusta más la lengua creativa y, siempre que puedo, me invento palabras. Lo contrario que hacemos ahora con los correos electrónicos y los móviles, que nos llevan a reducirlas», explicaba a El Norte de Castilla minutos después de saberse ganador del premio.
En el lapso de unos pocos años, sin embargo, transitó desde la alegría de su anhelado contrato de redactor fijo a la desdicha de ser elegido en el casting cruel de aspirantes al despido. En 2014 lo rescató El Norte de Castilla para opinar a diario bajo la rúbrica «Cosas de Ansúrez». Una tarde, en la puerta del Tito's, me dijo que estaba contento, casi feliz, aunque se le hacía raro trabajar desde casa y llevaba mal lo de asediar al periodista para que le enviasen la noticia del día. También me dijo que ni por asomo había pensado terminar sus columnas hablando con Valle-Inclán: «Eso es de otra época, es otra historia. ¡Mermao!».
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