Valladolid
Mayoral, medio siglo de bravura en CastronuñoLa finca Carmona, escenario de faenas cotidianas durante décadas, acoge estos días labores de hermanamiento y encabestramiento de los toros de Araúz de Robles, Rosa Rodrigues y Aurelio Hernando, a la espera de ser encerrados en Cuéllar
Cuando apenas han transcurrido cinco minutos en coche desde que se perdieron de vista, por la espalda, las dos enhiestas torres de las monumentales iglesias ... de Alaejos, aparece, a la izquierda, el desvío del camino que lleva hasta la entrada de la finca 'Carmona', ya en el término de Castronuño. Predios de bravo desde que José Luis Mayoral Villaseco, hace 50 años, en 1975, trajera desde tierras charras una punta de ganado bravo adquirido al famoso ganadero 'Rubio de Golpejas'. Antes, el hato de vacas pastaba en una finca arrendada en Cortos de la Sierra.
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Zamoranos de La Bóveda de Toro, los Mayoral, entonces el padre, José Luis, y ahora dos de sus hijos, Pepe y Juan, mantienen la titularidad de dos hierros de lidia en la provincia de Valladolid. Y, con ellos, sangre santacolomeña procedente de Dionisio Rodríguez. Se hicieron, en 1995, con 16 eralas, 30 añojas y un semental. Y con ese encaste siguen, leales a esa genética, de trato complejo en el campo y embestidas exigentes en el ruedo. Cuando se avanza por Carmona y se atraviesan los dos primeros cercados, camino de la plaza de tientas y los corrales, los rasgos fenotípicos de las vacas de vientre delatan sin duda su antiguo y marcado origen. Hocicos afilados, cabos finos y hechuras de dimensiones medianas.
La finca no hace concesiones ornamentales. Los Mayoral son gente austera, sin alardes, aunque orgullosa de su estirpe y con la fama amigos leales, y aunque el sentido práctico de su labor en el campo pudiera ser engañoso, late en su personalidad un cruce de espíritu romántico y carácter indómito. Lo más caro de las 200 hectáreas de la finca, son las sombras. Tan sólo la de un cobertizo que hace de merendero, y que en invierno es refugio para las heladas. Ahora, con la canícula haciendo horas extra, la dureza de la vida en el campo con el toro bravo aún se acentúa más.
Aparece, a caballo, Pepe Mayoral. Bajo su sombrero de paja, su anatomía bonachona no logra evitar que desprenda cierta seriedad. Desde hace unas semanas están en la finca los toros de Araúz de Robles, Rosa Rodrigues y Aurelio Hernando que se van a encerrar en Cuéllar a partir del próximo domingo. Y eso es una responsabilidad elevada en la tauromaquia popular: «Cuellar es lo más de lo más, no hay que darle vueltas ni temer decirlo con claridad, son los encierros por excelencia, por su rigor, su seriedad, es eso y ya está».
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Desde la llegada de los tres envíos de reses, Pepe y su gente de confianza pasean a diario a cada uno de los tres lotes. «Hay que acostumbrarlos a ir juntos, hermanados, y a que sigan con calma y con disciplina a los bueyes», comenta. Cada uno de los tres hierros tiene su singularidad en su comportamiento. Lo explica el ganadero y encerrador: «Los de Araúz son serios, tienen cara y volumen, manejables en el trato pero sin confiarse en exceso, mientras que los de Rosa Rodrigues, como suele pasar con todo lo murube, son más complicados, más calientes y hay dos que aun no se han aprendido eso de estar en grupo tranquilos, mientras que los Aurelio Hernando son como una familia bien avenida, hermanados siempre». Y apostilla: «Luego, en el campo, con todas las circunstancias de todo tipo que pueden pasar, pues vete tú a saber…».
La conversación con Pepe Mayoral sucede a escasos metros de los veraguas madrileños, utreros bien proporcionados, sin exceso de romana ni de cara, y con sus pelajes distintivos: tres jaboneros, uno melocotón y dos negros. Una policromía diversa para un comportamiento homogéneo y pacífico por la tierra agostada de Carmona.
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Son ya 20 años los que tanto Pedro Caminero como él van a cumplir como directores de campo de los encierros de Cuéllar, y Pepe se lo toma como un certificado de «un trabajo bien hecho, con rigor y con una dedicación previa para que el tramo campero sea lo más tranquilo posible, creo que lo merecemos por esfuerzo y por ilusión».
La charla se dirige, no sin cierta nostalgia, hacia el aniversario del medio siglo de la familia Mayoral en Castronuño, en la finca Carmona. «Para mí, para mi familia, es como ser un vecino más, y en el pueblo se nos tiene un cariño grande, como nosotros a ellos, y tanto es así que nuestro padre, José Luis, va a ser el pregonero de este año de las fiestas, y el otro día cuando se lo dije en su casa se emocionó el hombre, que ya tiene 88 años».
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Durante algo más de media hora toca sentarse en el vehículo, con al aire acondicionado a buen rendimiento, para contemplar como Pepe Mayoral, paciencia y carácter, consentir y exigir según el momento, conduce desde la montura los toros para su hermanamiento y encabestramiento. Un itinerario al paso cuando es posible, para amortiguar ánimos prófugos, siempre con el auxilio de los cabestros, operarios bóvidos que consolidan el espíritu gregario de la manada.
En ocasiones el grupo crea una línea recta, animal tras animal, que cuando caminan por la cresta de un montículo nos traen a la memoria las siluetas de aquellas películas de los vaqueros del lejano Oeste americano. Quienes, por cierto, eran de origen español. Otras veces la dinámica imprevisible crea un tumulto de astas, bravas y mansas, un batallón impredecible en sus reacciones.
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Atardece en Carmona y, ya a pie, tras un generoso refrescón de agua por su cabeza y manos, Pepe Mayoral cuenta que, quizá algún día, vuelva a tener ovejas. Como en aquellos orígenes familiares, en los que el ganado manso y ovino era el negocio cotidiano y necesario. «Disfruto cuando estoy en pleno campo, con los animales, creo que aunque sea de modo inconsciente me hace sentirme como uno más en la Naturaleza, un ser vivo en conexión con otras especies y razas».
Quizá, simplemente, ver el atardecer enfocado hacia un horizonte de lomas suaves y movimientos lentos de animales que pacen, sin más afán que su subsistencia y procreación. Pero, para eso, aún tienen que pasar un puñado de almanaques. Ahora toca encerrar en Cuéllar, unos días exigentes, agitados y con el pulso del riesgo en las espuelas.
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Pese a lo que le espera en pocos días, Pepe Mayoral esboza una sonrisa, entre pícara y melancólica, cuando, al despedirse, recuerda que aun anida en él aquel anhelo de un niño de tres años que soñaba con estar rodeado de toros bravos todos los días de su vida. Y, superados ya las 60 primaveras, va camino de conseguirlo.
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