El desaparecido historiador francés Joseph Pérez después de clausurar el V Simposio de Historia Comunera en las Cortes de Castilla y León en 2016. Henar Sastre
Comuneros V centenario

La visión y revisión de Joseph Pérez

Hispanista ·

El historiador francés fallecido hace unos meses, uno de los principales especialistas en la revuelta comunera, la consideraba la primera revolución moderna

Fernando Conde

Valladolid

Domingo, 31 de enero 2021, 08:15

La revisión no la hacen los historiadores sino, una vez más, los escritores comprometidos». Esta frase, dejada casi a su caer al final de un libro que enfoca con lente nueva uno de los episodios más peculiares de la historia de España, el de la lucha de las Comunidades de Castilla a principios del siglo XVI, encierra una denuncia brutal: la del historiador francés Joseph Pérez, quien apunta con ella a la yugular de sus colegas españoles, muchos de los cuales eligen la comodidad y el confort que proporciona el acrítico y sumiso ambiente de un aula antes que el compromiso con su profesión y con el relato digno y fidedigno de la historia de su país. Pérez pertenece a esa curiosa estirpe –caso único en el mundo– que llamamos hispanistas, una suerte de árbitros extranjeros que, desde Huntington, han ido destripando las vísceras de nuestro discurrir histórico en contraposición a la desidia o impericia de quienes debían haber ejercido de cirujanos residentes.

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Quizá también haya en esta proliferación de exégetas foráneos algo tan hispánico como el acendrado gusto por ponderar las virtudes del vecino y vituperar las propias. ¡Quién sabe! Pudiera ser. Y aunque bien es verdad que en el asunto de los comuneros no proliferan los hispanistas, es el historiador francés, junto a José Antonio Maravall y Juan Ignacio Gutiérrez Nieto, el mayor especialista en aquella revuelta, a juicio de Manuel Fernández Álvarez. Una algarada que él consideró la primera revolución moderna y otros, como nuestro Julio Valdeón, la última revuelta medieval.

Según el experto, los comuneros querían que Castilla no solo se limitara a producir materia prima

Joseph Pérez, fallecido hace pocos meses, fue el único hermano, de cuatro, que no nació en la localidad valenciana de Bocairent, de la que también eran oriundos sus padres, emigrantes en una Francia que por entonces parecía ofrecer mejores perspectivas a los obreros textiles. Vino al mundo en la localidad de Laroque-d'Olmes, cerca de la medieval Carcassonne, en 1931. Recién acabada la carrera de Historia, inició una tesis sobre la Guerra de las Comunidades de Castilla (1520-21) animado por dos de sus referentes, el también hispanista Marcel Bataillon, ubicado en las cercanías de la llamada Escuela de los Annales francesa, y el historiador adscrito al materialismo histórico de raíz marxista Pierre Vilar… O eso, al menos, reconocía el propio discípulo en su discurso de agradecimiento por la concesión, en 2005, de un Doctorado Honoris Causa por la Universidad de Valladolid.

Aquella tesis doctoral sería traducida al castellano en 1977 y supondría el inicio de las investigaciones que a lo largo de su vida dedicaría Pérez a aquella España que, de la mano de los Reyes Católicos, y después de Cisneros –personaje axial en toda su obra–, ingresaba en la modernidad descubriendo un nuevo continente, consolidando un idioma universal e inaugurando un modelo de nación –y, de paso, de imperio secular– que llega, controvertido, hasta nuestros días. En 2006, aquellos inicios investigadores iban a tener una actualización en forma de ensayo. Una obra hoy referencial y de obligada lectura para nosotros: 'Los comuneros'.

Aunque no comienza por ahí, quizá debería hacerlo, porque es la geografía de la revolución comunera la que explica en gran medida el alcance de su éxito o fracaso. Hubo un eje principal que arrancaba en Palencia –muy comprometida y granero mayor de comuneros–, continuaba por Valladolid –«que ha de ser luz y claridad para la vista de estos reinos», se decía–, avanzaba hacia Tordesillas –que sería propuesta como capital de Castilla y León en los albores del proceso de formación de esta comunidad autónoma–, pasaba hacia el sur por Medina del Campo –cuyo incendio a manos de un esbirro de Antonio de Fonseca, capitán general del Ejército Real, será determinante en el desarrollo de los acontecimientos–, Segovia –comunera por demás– y Ávila –como base de la Santa Junta–; se adentraba sin mucho entusiasmo en Guadalajara y desembocaba en Toledo –tan imperial, a la fuerza, después, pero entonces verdadero foco irradiante de 'comunidad'–. Sin embargo, en las periferias (León, Cuenca, Andalucía, con la Liga de la Rambla –salvo Murcia y Jaén, que jugó a dos barajas–, Galicia y las provincias vascas) la mecha no prendió o se extinguió con sumisa presteza.

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El hispanista francés, tras recibir el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en una ceremonia en el Teatro Campoamor de Oviedo en 2014. M. RIOPA-AFP

Caso particular constituye Burgos, comunera de primera hora, pero apeada del tren común –y comunero– ya en agosto de 1520 por voluntad propia, de sus nobles y, sobre todo, de sus comerciantes y burgueses, que vieron peligrar los pingües beneficios que obtenían a través del Consulado del Mar y sobre las transacciones monopolísticas de lana con destino a Flandes. El dinero ya era cobarde por entonces.

Lo de Burgos tendrá un peso capital en el desenlace último, porque, como apunta Pérez, una de las cosas que pretendían remediar los comuneros, y que habían denunciado respectivamente en sus memoriales Pedro de Burgos y Rodrigo de Luján, era acabar con la Castilla productora de materia prima, pero no manufacturera. Sin embargo, tras la derrota del movimiento, lo que se produjo fue precisamente una consolidación de ese modelo de producción primaria sin transformación.

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Visita a la Reina Juana en Tordesillas

De la lectura de la obra se pueden inferir otras certezas como, por ejemplo, que el de los comuneros fue un movimiento de intereses cambiantes y que para ellos el reino estaba por encima del Rey; que la reina Juana, si bien ilusionada en un primer momento por la visita de Juan de Padilla y por las expectativas desplegadas ante su corte turresilana, se mostró timorata después (bien por causa de su enajenado carácter, bien por miramiento filial, me permito sospechar modestamente). Y que, citando al propio autor, «en la coalición que desde el otoño de 1520 se formó contra los comuneros entraron todos los que tenían un interés común en la exportación de la lana, es decir, la aristocracia terrateniente, la burguesía burgalesa y el poder real, solidario de aquellas por dos motivos: los derechos de aduana que percibía sobre las exportaciones y la protección que requerían los súbditos flamencos de Carlos V».

También nos aclara el texto el papel desempeñado por el clero, especialmente por los dominicos y franciscanos de Salamanca. Una carta suya, escrita en la ciudad del Tormes y fechada en febrero de 1520, actuará a modo de espuela agitadora de voluntades contra el séquito extranjero, a la cabeza del cual se sitúa el señor de Chièvres (Guillermo de Croÿ) –por encima del propio Adriano de Utrecht–. Un séquito al que Carlos I había regalado los más altos cargos y encargos del Reino de Castilla. Y de paso, para poner de manifiesto que tal reino no estaba dispuesto a correr con los gastos que suponía la entronización de Carlos como emperador del Sacro Imperio. Sobre aquellos clérigos afirma Joseph Pérez que «fueron los pensadores, los intelectuales, aportando las justificaciones ideológicas indispensables, desarrollando y propagando los puntos reivindicativos, fustigando a los enemigos y a los indecisos y estimulando a los exaltados».

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Pérez constató que fue un movimiento de intereses cambiantes, pero que puso al reino por encima del Rey

Otro asunto de no menor trascendencia es el de los impuestos, es decir, las alcabalas y los encabezamientos, cuyo régimen impositivo había sido modificado por la nueva corte flamenca. Esto también tendrá un peso determinante en la formación inicial de la conciencia comunera.

Asimismo, Pérez pone empeño (un empeño de casi medio libro) en hacernos saber que el movimiento comunero no empieza en 1520, sino mucho antes –se encuentra ya en gestación casi al tiempo que fina la Reina Católica en 1504–; y que tampoco termina en Villalar, a cuya batalla –nota para lectores aficionados a la descripción de grandes combates militares, a quienes desilusionará el texto– apenas dedica Pérez un párrafo de diez líneas. Muchos ponen punto final a la Guerra de las Comunidades el 23 de abril de 1521 –quizá debido al éxito cuajado por el poema de Luis López Álvarez y sus posteriores arreglos musicales–, pero no, porque, de la mano de ese obispo guerrero no bien conocido llamado Antonio de Acuña, el rebullicio se extiende hasta el 3 de febrero de 1522, cuando la viuda de Juan de Padilla, María Pacheco –cuya vida bien merecería una novela–, ha de huir de su ciudad, Toledo, levantada contra ella a instancias del doctor Zumel, corregidor elegido por los virreyes, que sirven al ya emperador.

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Y no menos tenor pone en contarnos que la perversión de la causa comunera comienza a fraguarse en los daños colaterales que supone el enfrentamiento al Consejo Real y a la autoridad de Carlos I. Muchos caballeros y la aristocracia local (especialmente la rural, por terrateniente) comienzan a ver amenazado su estatus. Y si bien esta, en principio, ve con buenos ojos la limitación de abusos y la conculcación de prerrogativas a los extranjeros, al final sus propios intereses acaban lindando con los del propio emperador, que hábilmente aprovechará la circunstancia. Carlos I volverá a insertar a la aristocracia local en la gobernabilidad del reino, siguiendo el modelo de sus abuelos, los Reyes Católicos.

Incluso del papel determinante que en un momento dado llega a ejercer Portugal, como soporte financiero de la legitimidad real, también se da cuenta en este 'Los Comuneros', de Joseph Pérez.

Josehp Pérez, en Villalar de los Comuneros en el año 2012. Henar Sastre

Sin duda, un texto que hay que leer para entender bien el antes, el durante y el después de la Guerra de las Comunidades. Aquella quimera de lo que pudo haber sido y no fue Castilla, y con ella, España. Porque aquella revuelta popular y populosa tal vez fuera también un ensayo, muy en mantillas, de lo que siglos después rescataríamos de la vieja Grecia para llamarlo democracia.

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A la postre, el movimiento comunero descarrilaría porque sus procedencias, orígenes e intereses, muchas veces contrapuestos, eran ya garantía de fracaso desde su génesis. Pero una cosa quedó clara: en aquella madre de todas las revoluciones modernas o epígono de todas las revueltas medievales, como ha ocurrido siempre después, resultó más sencillo poner de acuerdo a unos pocos ricos que a muchos pobres. Así se escribe la Historia… Así seguirá escribiéndose.

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