Cinco patios, clubes de básket y porterías al hombro: la historia del colegio La Inmaculada en Valladolid
Carlos Vaquero, catedrático emérito de la UVA, repasa en un libro la historia del centro educativo de los maristas en la calle Torrecilla
El aviso era mínimo. Apenas diez palabras que salieron, por primera vez publicadas, el martes 24 de septiembre de 1974 en los anuncios clasificados de ... El Norte de Castilla. Decía, sin preposiciones, para ahorrar: «Derribo. Se vende toda clase material calle Torrecilla. Colegio Inmaculada». Nada más. Así, durante esa jornada y las siguientes. Fue una suerte de esquela para vender todo lo que allí se guardaba (sillas, camas, pupitres, cocinas…) y para dar por finiquitada una larga etapa en una de las calles con más solera de Valladolid.
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El colegio La Inmaculada se despedía para siempre, en aquel año 1974, de la que había sido su sede desde que los maristas llegaran en 1943 a la ciudad. Era el modo de cerrar definitivamente un capítulo que a partir de entonces se escribiría en su nueva sede de Huerta del Rey. Y ahora, más de medio siglo después, aquel episodio de la calle Torrecilla se repasa, hasta el mínimo detalle, en el libro 'Historia del colegio de La Inmaculada de la calle Torrecilla de Valladolid', recién publicado por Carlos Vaquero, antiguo alumno del centro y catedrático emérito de la UVA.
«Estuve allí doce años, desde párvulos hasta el Bachillerato, de los 5 a los 12. Y durante una reunión de antiguos alumnos surgió la idea de investigar sobre la historia de nuestro colegio», explica Vaquero, quien durante los últimos meses ha buceado en recuerdos personales, el Archivo Municipal, la hemeroteca de El Norte o los anuarios del colegio para reconstruir una historia que no comienza en 1943, con el desembarco de los maristas, sino que arranca con anterioridad.
«La Inmaculada cogió el relevo del colegio de la Providencia, un centro ubicado en el número 16 de la calle Torrecilla, propiedad de Mariano Miguel Álvarez y su esposa Ascensión Sinova, y de la que ya se tiene constancia en 1930», explica Vaquero. La Providencia tenía cerca de 200 alumnos, aunque después de la Guerra Civil se llegó a anunciar con la posibilidad de atender hasta a 400, tanto en su colegio como en un internado que acogía, sobre todo, a huérfanos de médicos y guardias civiles. No era este el único colegio que llegó a haber en la calle. Décadas atrás, en el número 13 estuvo el colegio San Luis. Y allí también se anunciaba (en 1892) un colegio San Fernando.
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El caso es que al finalizar el curso 1942-1943, los propietarios de La Providencia vendieron el centro a los hermanos maristas, que habían iniciado su despliegue educativo por España. «En septiembre de 1943 -recuerda Vaquero- el hermano Cipriano, superior de la provincia marista de Anzuola, envía a Valladolid a tres hermanos (Tomás Maestro, Anastasio Plural y Mario) para asumir el cambio de titularidad». Las clases del nuevo centro comenzarían el 11 de octubre de 1943, de momento con el nombre de La Providencia, hasta que el 14 de septiembre de 1945 se firma la escritura por la que el nuevo colegio pasa a ser propiedad de la Congregación Marista. Pagaron 1.309.500 pesetas (7.870 euros). La aventura, con Tomás Maestro como director, comenzó con cerca de 200 alumnos. En el curso 1944-1945 ya eran 358. En 1948, se terminó con 420 estudiantes, entre internos y externos, y con una treintena de hermanos maristas.
«El colegio eran dos edificios y cinco patios, entre los números 12 y 18 de la calle Torrecilla», rememora Vaquero, quien el pasado martes congregó a antiguos alumnos y profesores, para la presentación del libro, en el nuevo emplazamiento de La Inmaculada, en el número 8 de la calle Joaquín Velasco Martín. Allí, a Huerta del Rey, se mudaron en el curso 1971-1972, después de que vendieran los solares de Torrecilla (para la construcción de viviendas). Eso sí, durante unos meses más, hasta 1974, estuvo en funcionamiento el internado. Fue con su cierre y el inminente derribo del antiguo colegio cuando se publicó aquel anuncio en El Norte, para la venta de los enseres que las viejas instalaciones tenían en su interior. Que no eran pocas, si se piensa en las aulas, las cocinas, comedores, dormitorios, salones de actos…
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«El edificio principal (en el número 16) disponía de doble fachada en ángulo de noventa grados con un remate cilíndrico. En la parte superior, lucía el nombre de colegio. Eran cuatro plantas y un sótano, con un vestíbulo de azulejos de Talavera y una portería atendida por Virgilio, el portero de toda la vida». En los pisos superiores estaban los dormitorios del internado («unas salas corridas con las camas colocadas en dos filas y con el cabecero orientado a la pared») y los cuartos que ocupaban los hermanos. Gran parte de las aulas se hallaban en el bloque al que se accedía por el número 18. «Algo que siempre llama mucho la atención es que teníamos cinco patios». El más importante era el de la Virgen, donde se encontraba una imagen de La Inmaculada, que el arzobispo José García y Goldaraz bendijo el 6 de junio de 1954. Pero también estaban el patio central (de forma cuadrangular y para los alumnos de los primeros cursos), el de mayores, el del frontón y el de arena, donde se encontraba la pista de baloncesto.
Este deporte se convirtió en uno de los emblemas del centro, con aquellos primeros chándales que el hermano José Benito confeccionó «con el paño de unas cocinas rojas desgastadas procedentes de los dormitorios». Luego, se pasó al chándal azul (con uve blanca frontal) que servía para identificar al equipo del colegio. Ese, junto al pantalón oscuro y la camisa blanca de la coral o al «llamativo y ostentoso chaleco de lana» de la rondalla eran los únicos uniformes del centro, porque para acudir a clase la vestimenta era libre. Los hermanos maristas, eso sí, vistieron al principio el hábito de sotana negra.
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El libro tiene recuerdo para las fiestas principales que se celebraran allí, las excursiones y libros empleados o las salidas para jugar al fútbol en los campos de Las Eras. «Los terrenos eran propiedad de los padres de unos alumnos del colegio, los señores Ortega, que los cedían de forma gratuita para uso deportivo. Recuerdo cómo los alumnos y profesores íbamos a pie, en fila de a dos, con las porterías al hombro, desde Torrecilla hasta las Eras, pasando por San Pablo, San Quirce, Imperial, San Nicolás, el puente mayor y la carretera de Gijón».
Pese a los muchos recuerdos, explica Vaquero, el libro no es una colección de anécdotas personales, sino un repaso histórico a la historia del centro. «Después, cada uno, si estudió allí, lo puede llenar de recuerdos y añoranzas». La publicación (de la que se han editado 500 ejemplares y que se puede descargar de forma gratuita en la web del autor) se completa con 27 dibujos de un antiguo alumno, Carlos Virgilio Velasco Plaza, que sirven para recordar como era el centro y sus antiguas estancias. Y todo ello, ilustrado además con numerosas imágenes y fotografías.
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