Jaime en Sudáfrica
«Este bebé se ha estrenado de recién nacido como campeón del mundo de fútbol, recibiendo así una valiosa lección que irá reencontrando con el correr de los años»
GUILLERMO DE MIGUEL AMIEVA
Domingo, 18 de julio 2010, 03:43
Jaime Arroyo Campillo, el bebé de la foto, contemporáneo a pesar de que no compartimos la misma generación, visitó la Tierra hace unos meses para instalarse entre nosotros. Vecino tierno y encantador, de sonrisa fácil y mirada llena de esperanza, es un tesoro que nos pertenece, arbusto que tiende a la mayor envergadura del árbol, futuro a cuya sombra habremos de cobijarnos todos aquellos que ahora le observamos desde la altura de la madurez. Este chiquitín dulce es un compatriota alentado por su madre, Laura Campillo, en el apoyo de la selección nacional de fútbol y en el seguimiento sufriente de los colores del Atlético de Madrid, españolito que hereda muchos siglos de historia y la pasión propia de un pueblo orgulloso que si un día construyó el primer Estado-Nación del mundo, también ha sufrido, hasta 1978, una larga decadencia.
Escribo muy emocionado después de que España haya ganado la copa del mundo de fútbol por vez primera en nuestra historia, dejando atrás un pasado que nos ha hecho experimentar tensión, frustración y mucho sufrimiento. Ha ganado una selección de jugadores nacidos en los mejores momentos de la Historia política española, generación democrática de futbolistas educados en torno a un proyecto común vertebrado, ausente de individualismo, humilde, generoso con el contrario, limpio en el juego, creativo al máximo y excelso en las maneras de la belleza, arte que los árabes supieron enseñarnos durante ocho siglos y nosotros heredamos para dar al mundo una pléyade de grandes artistas. Lo dijo Vicente del Bosque, gigante de humanidad enorme, cuando indicó que el fútbol es un juego y que se puede ganar o perder -restando así importancia al triunfo para colocarle en el justo lugar que, como deporte, le corresponde-, añadiendo a renglón seguido, como cuestión notoria, que la selección española ha mostrado unos valores muy importantes en estos particulares momentos de la historia del país.
Jaime se ha estrenado de recién nacido como campeón del mundo de fútbol, recibiendo así una valiosa lección que irá reencontrando con el correr de los años. Debe comprender que el triunfo de la selección, un hito importantísimo en nuestra historia reciente -mucho más de lo que los detractores del fútbol se piensan-, representa el logro de una parte de la sociedad civil española, la deportiva, que viene trabajando hace años en el desarrollo de un propósito común vertebrado en torno al equipo como motor principal. El individualismo vanidoso -mal de nuestra historia- ha sido desterrado por el juego de individualidades sobresalientes que no son más que vectores unidos en una sola dirección, cosa contraria a lo que pasa, por ejemplo, en la sociedad política. Que el deporte nos esté reportando la consecución de estos triunfos refleja que la educación deportiva ha sido un éxito y que todas las células que la implementan han comprendido la importancia del propósito común como elemento superador del ombliguismo.
Jaime aún no sabe, pero se lo explico para cuando pueda leerme, que su mirada esperanzada se encontrará en la madurez con un país muy complejo que políticamente no sabe vertebrarse en torno a un objetivo común porque no supera nunca los intereses particularistas de partido o de terruño que aún perjudican nuestros intereses. El partidismo o la ideología, que aquí se viven como si de una religión se tratara, conjuntamente con los intereses burgueses de nacionalismos encerrados en sí mismos, nos colocan en una situación difícil de superar. Jaime abre los ojos en el momento crítico en que la crisis económica evidencia nuestro pasado especulativo y nos muestra que no hemos dedicado esfuerzo alguno al trabajo y al reconocimiento del mérito, sino que, como diría Ortega, hemos seguido hilvanando nuestra historia dejando a un lado a los mejores en favor de aquellos que han querido vivir de rentas sin buscar el interés de todos. Jaime aún no sabe, pero se lo cuento, que España sufre fuerzas centrifugadoras que desvertebran la unidad que como nación deberíamos tener, oligarquías nacionalistas ancladas en el romanticismo del siglo XIX que aún no han comprendido el enorme valor que tiene el reconocimiento del derecho de la ciudadanía dentro del Estado, ciegos, como están, por conceder sólo a algunos el privilegio de ser o no ser de una tierra.
Lo que ha sucedido en Sudáfrica, nación que curiosamente sufrió en su día el segregacionismo, no puede pasarle inadvertido en modo alguno. Demuestra que algunas células de nuestra sociedad sí han sabido superar sus diferencias uniéndose en torno a un proyecto deportivo, lo cual quiere decir que es en la sociedad civil donde debemos depositar la esperanza, pues del mismo modo que los deportistas -insuflados por el espíritu de esa su única religión, llena de valores- saben cómo dirigirse hacia un objetivo, hemos de esperar que las demás células sociales confíen en sí mismas y en su trabajo, unificando esfuerzos para provocar el crecimiento moral, social y económico de esta nación que, ahora, se lo reitero a Jaime, es la más antigua del mundo y las más decadente.
Dijo Ortega un día que a fuerza de querer curar las heridas de España, había llegado a amarla profundamente. El siglo XXI no será de nacionalismos, ni de los anacrónicos ni siquiera del nuestro, pues nuestro bebé, ricura que el mundo ha alumbrado, crecerá en un mundo global más atento al derecho internacional. Amar una nación no es para nacionalistas, sino para patriotas que no excluyen a los demás, y en las patrias desprendidas de la camiseta del Estado, conformadas en torno a una unidad planetaria, radica el futuro. Pero para amar al resto de los pueblos no hay otra vía que amar intensamente lo que nos es cercano. A España, por ejemplo, última campeona del mundo.
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