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JOSÉ MARÍA MUÑOZ QUIRÓS
Sábado, 15 de mayo 2010, 02:47
En la trayectoria poética de Leopardi, en la escritura a través de los cantos, encontramos poemas que se identifican con la biografía existencial del escritor, textos en los que el sentir y el decir se compenetran, se aúnan, se abrazan hasta fundirse en una sola identidad. Poemas que nos acercan el pensamiento y la gravitación del hombre frente a la vida, junto al dolor y en permanente relación con la trascendencia.
Leopardi es un contemplador de las cosas que suceden, de lo íntimo, de lo que su mirada es capaz de captar y de lo que su alma puede sentir. Lo biográfico y lo intelectual, lo vivido y lo pensado constituyen la poética del escritor de Recanati.
Asistimos a la poetización de momentos, personas y circunstancias que se transforman en lenguaje hondo, atravesando una estética construida en el equilibrio entre todos los elementos que la determinan.
Uno de los cantos más íntimos y más personales lo constituye su poema 'A Silvia'. He imaginado muchas veces, leyendo el texto, la escena narrada por el poeta, el escenario en el que construye su visión personal y profunda de la vida observada: Leopardi, desde la oscuridad del palacio familiar en Recanati, contempla la vida exterior, el movimiento de todo lo que le rodea, las personas y los hechos que, desde los balcones, pueden ser observados con detenimiento. En esa mirada aparecen las escenas que el poeta va a utilizar como centro de sus meditaciones, como pretexto, muchas veces, para su pensamiento profundo y universal. En ese instante de contemplación (muy habitual en la perspectiva poética) el escritor recrea y forma su conciencia frente al mundo, su punto de vista frente a la realidad.
Silvia es una joven campesina que vive una existencia sencilla, junto a sus paisanos en el ambiente rural que forma la atmósfera de todo el poema. La juventud, la belleza sencilla, todo lo gozoso está próximo al enamoramiento por parte del poeta, al sutil encanto que la muchacha provoca en Leopardi, también joven pero encerrado en la cárcel de barrotes de oro del palacio, entre libros y la plena dedicación al estudio, coartado por sus deficiencias físicas, limitado por su circunstancia vital, imposibilitado para la vida que Silvia simboliza y rememora.
El poema comienza con una febril interrogación, con una pregunta a si mismo, a su honda visión de las cosas, puesta en la meditación imposible con la muchacha. La muerte se ha llevado la alegría que, como una contaminación locuaz inundaba sus estancias, sus horas frente a la soledad y el silencio.
Leopardi realizará un impecable ejercicio de profundidad, de autocomplacencia en las cosas sencillas, de dolor más allá del dolor. No se habla de amor pero es un poema de amor. No se citan momentos concretos de complicidad, pero hay un silencio cómplice. La vida y la muerte se torturan en el corazón silente porque «lengua mortal no puede/decir lo que sentía en mi pecho».
El amor es un lenguaje de dos, y en este poema parece transformarse en un único y terrible diálogo consigo mismo. La cotidianidad baña todos los momentos de la existencia contempladora de Leopardi: su dolor en la soledad, su quietud frente a la acción, su desamor frente a la esperanza del amor. Silvia ya sólo es la muerte, un elemento más del paisaje solitario de su alma, una duda más en su relación con el mundo. Lo que la esperanza de vivir le ha robado, lo que la muerte le arrebata, todo lo que le torna en insoportable su existencia queda absolutamente constatado en la última pérdida que, como un permanente desasirse de las cosas le transforma, una vez más, su posibilidad de seguir soñando.
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