La trilogía de Deptford
JORGE PRAGA
Sábado, 20 de febrero 2010, 02:07
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Una bola de nieve cebada con una piedra. Una trayectoria imprecisa que no alcanza al rival y que finalmente se estrella en la cabeza de una mujer embarazada que cae al suelo, se desconcierta y se echa a llorar, hasta que el marido la levanta y la lleva a casa. Un parto prematuro. Sobre estos hechos fortuitos y vulgares, fechados con precisión llamativa en las primeras líneas de la obra (5.58 de la tarde del 27 de diciembre de 1908) se edifica esta trilogía de Robertson Davies (Ontario 1913 - 1995), no sólo como cimiento indispensable, sino también como hilo sutil e invisible que la atraviesa e interroga sin cansancio. Una bola de nieve que algunos lectores han equiparado al trineo que soñó toda la vida Charles Foster Kane en la primera película de Orson Welles, un sueño incesante y siempre frustrado a pesar de amasar su protagonista una fortuna enorme.
Y tras el vuelo de la bola, más de mil páginas ('El quinto en discordia', 'Mantícora', 'El mundo de los prodigios', publicadas entre 1970 y 1975) tomadas por la voz de sus protagonistas directos o indirectos. El que la esquivó, el bebé que nació prematuramente por el traspié, el hijo del que lanzó la bola (¿por qué no cedería la voz al protagonista directo, al padre?). Son relatos en primera persona que arrancan en Deptford, el pueblo de la región de Ontario donde cae esa nieve, y que Davies dibuja con una precisión inolvidable en la primera parte, tocada de, permítaseme la palabra, canadienseidad: la mirada que nos trae una comunidad recién constituida e instalada, tan joven que ni siquiera tiene afueras, severa para evitar la fragilidad y la derrota, sin pasado ni tradiciones pero aferrada a aquéllas que los pioneros han conservado de sus lugares de origen, sobre todo las ligadas a las religiones. El niño que ha esquivado la bola se extraña de que su madre se interese por la embarazada en apuros, porque «nosotros éramos presbiterianos y la señora Dempster la esposa de un párroco baptista». Una densidad de religiones que explica el que en Canadá, a principios del siglo XX, no se pudiese dejar en blanco la casilla de la religión. Y que trae episodios de incomunicación tan tristes como los de la novia judía en 'Mantícora'. Pero son también barreras internas que se postergan ante un peligro común que cuestione a un país naciente en medio de una naturaleza todavía sin someter. En la canadienseidad circula subterráneamente el relato de pioneros adherido a la conquista, que en el país vecino se asentó en el género cinematográfico por excelencia, el western, hasta crear la mitología que necesitaba, pero que en Canadá parece ir haciéndose a otro ritmo, tanteado en las exquisitas raíces familiares que Alice Munro agrupa en 'La vista desde Castle Rock', o en ese vacío angustioso que antes o después se adueña de las películas más canadienses de Atom Egoyan.
Las tres partes de Deptford están elaboradas como recuerdo, mezcla de diario y memorias de cada protagonista, de lo que resulta ser su vida tras los cruces del azar y del destino. Son, evocando la geografía de la aldea, vidas desamparadas, a la búsqueda de un cobijo, de un nuevo padre que llene el vacío del que perdieron o no recibieron en plenitud. Esa guía superior será para uno la vida de los santos, para otro el párroco homosexual o el jurista ciego que dirige su carrera, en el tercero el actor para el que la escena y la representación no tienen secretos. Guías que de una u otra forma son imitados, devorados. El huérfano cree dejar de serlo cuando ocupa la posición del padre. Incluso el narrador de la primera entrega es efímero maestro del de la tercera, y es en esos cruces donde la trilogía alcanza un brillo especial. Muchos asuntos son narrados y vueltos a narrar, como un poliedro al que se le iluminan distintas caras, y con ese volver sobre lo contado va tejiéndose una narración densa, absorbente, en cierta manera inacabable, pues cuanto más se profundiza más riqueza y variedad se encuentra y más preguntas aparecen. La bola de nieve crece.
Davies sabe buscar recursos narrativos ciertamente sorprendentes, como una extraña organización que lleva siglos investigando el santoral bajo el orden del calendario, los bolandistas, y en donde encuentran amparo las manías del narrador de 'El quinto en discordia'. Con las facilidades de la Red podemos hoy alejar dicha organización de la imaginación del autor, y situarla en su cuartel real de Bruselas, donde llevan muy avanzado su plan secular (trabajan ya en los santos de diciembre). En 'Mantícora' se sirve constantemente de la jerga psiquiátrica jungiana. Y el mundo del teatro y de la magia contamina fuertemente la tercera parte, tal vez la de más énfasis metanarrativo, y en donde se nos desvela la condición de máscara que arrastra y a la vez edifica cada una de las voces de la trilogía.
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Máscaras fascinantes que no se terminan nunca de arrancar, como confiesa en un momento el narrador de 'Mantícora': «Todo el mundo necesita su máscara. Los únicos impostores intencionales son aquellos cuya máscara es la de un hombre que no tiene nada que ocultar. Todos tenemos mucho que ocultar, todos hemos de ocultarlo por el bien de nuestra alma». En cierta manera esta idea pesimista, y tan fértil narrativamente, la de la imposibilidad de llegar al fondo de los hechos, a desnudar su verdad, su secreto o su fórmula, es la que enuncia Javier Marías al comienzo de su trilogía: «No debería uno contar nunca nada».
Millones de palabras siguen a esa multiplicada negativa.
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