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Un día en las ferias: «En Segovia no compran, solo quieren regatear»
Algunos comerciantes hablan de un mal año de ventas y otros como La Fortuna, con dos décadas de trayectoria, matizan: «Esto no es una feria, es una verbena»
El recinto ferial agota sus días en La Albuera, que repite ubicación en 2024 tras no materializarse los planes del Ayuntamiento para llevarlas al Regimiento ... . «Máxima sensación, máxima diversión», entona la voz de reclamo al Dragón Vacilón, una de tantas atracciones clásicas. Como ese gusano vacío que busca pasajeros o la bruja del tren que charla con el compañero de la taquilla y una vestimenta que invita más al pijama que al terror. La tradición sobrevive con un bazar infinito de bolsas de basura apiladas y con sus comerciantes ambulantes pendientes de las tormentas.
La primera norma de unas ferias es llegar con la cartera llena. Lo comprueba un padre de familia nada más entrar cuando ve a sus hijas esprintar hacia un puesto de algodón dulce en busca de unas palomitas. Esa sobredosis de azúcar formada junto a un simple palo embriaga y forma una mezcla de olores desconcertante con el aroma a parrillada que hay a solo unos metros. Porque el paseo es una macedonia de estímulos, no solo visuales, sino auditivos. Solo hay una cosa peor que una mala canción: dos que suenan a la vez.
Las mesas de la parrillada de La Fortuna, que lleva dos décadas haciendo parada en Segovia, sirven de resguardo. Unos 300 kilos de chorizo, pollo, morcilla, lomo o panceta cocinados al día, un producto que compran por las mañanas a un distribuidor segoviano. Un veterano negocio andaluz que se las sabe todas y que impone su vocabulario. «Eso es una verbena; feria, modestia aparte, es en mi tierra», resume el sevillano Rafael García, que se define como profesional de la hostelería y responsable de relaciones púbicas. Cuenta que el cliente local apenas representa un 25% de su negocio frente a más de dos terceros del latino. «Muchas veces se les critica, pero a nosotros nos salva el sueldo».
García traza un perfil del cliente segoviano y lo contrapone al sevillano. «El andaluz es más pícaro; el segoviano ve las cosas como un niño, no tiene maldad. Si no andas espabilado, te puedes llevar un sablazo. Al fin y al cabo somos padres de familia y porque salgan 10 euros más de una mesa…» Pone en valor el carácter «apacible» castellano. «Son generosos, dejan propina y repiten de un año a otro». Lo explica por el reclamo del directo, esa carne en plena parrilla. «Es como las luces de las atracciones, tienes que dar un colorido a lo que vendes».
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Lo mismo ocurre con ese churro bombón Los Artesanos colmado de chocolate que deja anonadados a los niños mientras el padre hace encaje de bolillos para sacar la cartera y que no se caiga el globo. Mientras él lo sujeta, otros pagan por pincharlos en busca de un peluche, el elefante gigante que una chica pasea en brazos. La ilusión del tirador, que desconoce cómo de hinchados están o la fuerza que requiere el dardo. Un puesto los tiene en forma de corazón, toda una oda a cupido que eleva la dificultad de la tarea. Con todo, los peluches no cambian: réplicas de Picachu o Súper Mario que no parecen recién salidas de fábrica. También está el juego que parece fácil y no lo es: colar pelotas en la boca de Homer Simpson.
Los puestos clásicos nunca pasan de moda, como los chatos de vino, una parroquia que obliga a los padres a trazar zetas con el carrito de bebé. Tiene sentido que el vino conduzca a las atracciones de altos vuelos: hace falta un punto de embriaguez para subirse a una cárcel que somete a sus presos a un péndulo constante desde las alturas a la superficie. A su lado, Alcatraz es un consuelo. O Monster Max, un nombre que no engaña, aunque aquí la tortura se sufre sentado. Con todo, los gritos de una de sus viajeras superaban ampliamente los decibelios del hilo musical.
El paseo por las ferias es un acto social que unos ejecutan de punta y blanco y otros con ropa que podría pasar por pijama, como la bruja del tren. La fila de puestos empieza con unos cuidados abanicos de Senegal compuestos por tela, madera y cuero. Pero mandan las camisetas de fútbol. En plena Eurocopa y con la resaca de la Champions del Real Madrid, lo que más se vende es la selección española –en especial Morata– y la elástica blanca de Mbappé. Pero sus vendedores se quejan de un público más curioso que comprador. «Este año está muy flojo, no hay gente, la lluvia…. En este pueblo no compran, solo quieren regatear», resume Ahmed, un comerciante marroquí que viene de Alicante. Lo que años atrás era un menú básico de camisetas, hoy incluye modelos de lo más exótico. «Parecen todas muy bonitas. Luego a lo mejor la lavas dos veces y no vale para nada», comenta un cliente.
Los vendedores, que se asean en las pistas de atletismo vecinas, aprovechan los minutos sin clientes para dar un repaso a los bolsos, las letras gigantes de Tous que un curioso sortea por los pelos mientras intenta no pisar una sábana con gafas de sol: no sobra el espacio. También están los comerciantes locales, como la bocatería de San Millán con su menú lleno de artistas, desde el Bon Jovi (jamón y queso) a Camela (lomo, salchicha y pimientos). Esos vasos de plástico llenos de patatas fritas con más salsas que comida y unas mesas estratégicamente situadas al final del paseo.
El camino de vuelta muestra detalles como cazadoras de moto o un rastro con la ropa interior más básica que sirve a algunos de compra low-cost. Y el bingo, más de 30 personas sentadas en busca de un solo ganador, mirando a una pantalla que muestra el siguiente número antes que la voz andaluza que dirige el cotarro. El cartón ya no vale un euro, sino 1,5, un reclamo para comprar cinco por tres euros. Porque en una feria la ilusión de lo que puede pasar importa más que lo que realmente pasa.
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