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Miguel Martín dejó hace una década el puesto de banquero para cebar terneros en Otones de Benjumea, al lado de Turégano. «He cambiado la corbata por el mono». Lo hizo por compromiso con su tierra, en un doble sentido. Primero, porque su banco le mandaba ... a Cataluña. Y segundo, porque su padre se jubilaba y se negaba a dejar que la explotación familiar de vacuno, que compagina con algo de agricultura, pasara a mejor vida. Defiende que ahora se come mejor carne que nunca gracias a los controles y pasa al consumidor la pelota de valorarla ante las opciones de bajo coste procedentes de otros países. «Habrá que explicarle qué carne hacemos nosotros, qué carne viene de fuera y tendrá que decidir. En precio no vamos a poder ser competitivos, a no ser qué la gente esté dispuesta a pagar algo más. Si prefiere pagar un filete a 12 euros el kilo en vez de 16, nos echarán fuera».
El vacuno es uno de los sectores que más tiene que perder. Con ello se gana la vida, pues usa la agricultura como moneda de cambio para costear el pienso de los animales. Ceba unos 300 terneros al año y vende el producto a Incova, la empresa que después comercializa la carne. Habla de un mercado equilibrado al alza, pues compra los terneros a un precio «más alto que nunca» y los vende igual. Hay escasez por el cierre de explotaciones –algunas lo hicieron cuando la Política Agraria Común excluyó al vacuno– y por problemas añadidos como los ataques del lobo o los contagios por lengua azul, factores que reducen el número de animales en el mercado y elevan el precio del resto. En total, los terneros pasan ocho meses en su granja. «Comprar tan carísimo es un riesgo, no sabemos a qué precio estará entonces». Con todo, aunque se ha reducido la cabaña ganadera, todavía sobra carne para exportar.
Por eso no se opone a que también exporten otros, pero exige igualdad de requisitos. Un control de explotación, con los albaranes del pienso que come cada animal en pos de controlar la trazabilidad. «Si un consumidor denuncia que un filete está en mal estado, habrá venido de un matadero, de un ganadero y habrá que ver qué alimentos ha suministrado». El control sanitario, el uso del antibiótico solo en casos extremos. «Antiguamente se utiliza como prevención, ahora solo como curativo y tiene que estar prescrito por un veterinario». El espacio vital del animal: el mínimo de la normativa son cinco metros cuadrados, pero él trabaja por encima –seis y pico– incluso por interés. «Si tienes muchos, están más incómodos. A lo mejor es más rentable tener menos». El especial celo a la hora de llevarles al matadero. «Pilas eléctricas, lo mínimo posible. Porque todo eso sale luego en el PH. Si hay problemas en la carga, luego va a salir en la carne».
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Su grupo tiene un veterinario interno y coge muestras de orina y sangre a los animales antes de sacrificar para verificar que no hay tropelías como el engorde artificial. «Al final, certificar la carne es un coste. Pero cuando llegan las vacas locas, eso da una garantía. Los controles nos pueden sentar mal, por la burocracia, pero es en beneficio del consumidor. Yo cuando compro un tomate no quiero que tenga pesticidas». Sus terneros –preceden del sur de Ávila y el norte de Cáceres– legan ya vacunados y les tiene estabulados para protegerles de accidentes o contagios. Con lo que cuestan, qué menos. Las cuentas del campo son siempre ajustadas. «El año que ganas hay que guardar porque sabes que alguno vas a perder».
Con estas cartas sobre la mesa, Miguel teme que su producto se devalúe. «Tenemos miedo a cerrar. Si tú no compites, el mercado te echa». Y alerta de que esas decisiones no tienen vuelta de hoja. «Granja que se cierre, granja que no se abre, es muy difícil». A sus 46 años, es de los más jóvenes de las reuniones del gremio, la prueba de la falta de relevo. «La gente quiere un sueldo y tiempo libre. Y nosotros trabajamos todos los días. En Navidad hay que ir a dar una vuelta, por si un animal se pone malo o se hielan las tuberías y no hay agua. Te toca resolverlo a ti, es muy sacrificado, pero alguien lo tiene que hacer». Por eso el filete cuesta 16 euros kilo.
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