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El chef Julio Reoyo es observado por su equipo mientras coloca tapas en una bandeja.

La mesa redonda de Reoyo, el Merlín de la cocina segoviana

La Cucharrena acogió un ‘cóctel pop’ con tapas ‘variotintas’ de texturas y sabores imposibles de imaginar, pero reales al paladar

carlos iserte

Sábado, 28 de noviembre 2015, 11:48

No vamos a presentar a estas alturas al chef Julio Reoyo (tres estrellas Michelin en otros tantos restaurantes donde ha trabajado: Chapín de la Reina, Doña Filo y Villena; establecimiento capitalino este último que ha vuelto al firmamento de la guía francesa), pero sí les vamos a contar la experiencia vivida en la escuela/restaurante La Cucharrena de Segovia, donde el cocinero vallisoletano ejerce su magisterio como si de un laboratorio de texturas y sabores se tratara. Todo gira en torno a una mesa redonda, acristalada y dotada de siete equipos con sus respectivas placas vitrocerámicas y horno, pilotada en torno a un ambiente artúrico por Reoyo, el Merlín de la Camelot gastronómica segoviana. De su cabeza autodidacta, conectada y coordinada como un cordón umbilical a su vista y manos, surge una sinfonía de texturas y sabores imposibles de imaginar (para su degustación yo le hubiera puesto la banda sonora de la película Excálibur, protagonizada por la inigualable Carmina Burana, de Carl Orff), pero que una vez alcanzada la boca se expresan en toda su plenitud, recordándonos que nos encontramos ante unos platos, en este caso tapas, inmensos y variotintos, que diría el maestro del restaurante madrileño Viridiana, Abraham García, en referencia a un país de cocina y vino.

Y a partir de aquí, el universo Reoyo, que comparte con Javier Arribas y Marta Núñez, se expandió a modo de big bang culinario y comenzó el espectáculo: Guacamole de changurro (me imagino que sería buey de mar y no centolla por aquello del precio) con caviar de arenque fue la primera tapa en aparecer y desaparecer como si fuese una estrella fugaz, pero manteniendo en el recuerdo su potente sabor que maridó a la perfección con el verdejo Ukelele, de Paco Plaza. El listón se situó muy alto, lo que no impidió que el salmorejo cremoso con fresas, segunda propuesta, lo pasara con solvencia en compañía de un rosado de Vagal, bodega de Valtiendas conocida por su excelente elaboración Cuvée Joana 2012, que se comportó con alma de tinto y cuerpo rosé. Perfecto.

Y fue aquí cuando conocí a uno de esos locos por el vino, Sergio Gómez (encargado de presentar el rosado), un joven que lucha contra lo establecido en el encorsetado mundo vinícola, exigiendo un lugar para la juventud y lograr así que no se eche en manos de los cubatas y la cerveza, o al menos comparta el gusto también por el vino.

La ilusión con la que aborda Sergio, sumiller segoviano, este reto y las elaboraciones que representa es digna de elogio, sobre todo el viura riojano Gómez Cruzado, con sutil coupage del poco habitual tempranillo blanco, que mostraba una nariz de fruta blanca (pera) y de hueso, para entrar en boca con un recorrido amplio, redondo y largo. Extraordinario. Una pena que no se catara con la terrina de foie gras con un pan de especias que envolvía al hígado en sábanas de canela, nuez moscada, pimienta y tal vez clavo. Alucinante también con el rosado.

Y mientras que Dandy, Lebrel y Lupas recordaban las canciones ochenteras del pop español, Plaza puso en la copa Honoro Vera, un tinto cien por cien garnacha (la dama de todas las uvas) de Calatayud, de apenas unos meses de crianza, pero con una potencia frutal y frescura que armonizó sin complejos con la tartaleta de hongos gratinada con ali-oli. Sin embargo, donde el vino se fundió sin apenas rechistar fue con el chili crab picantito (cangrejo de barro y mil especies). Con esta tapa Reoyo demostró que tiene un disco duro en la cabeza capaz de almacenar proporciones y sabores que no chirríen en el matrimonio ineludible entre el vino y los platos, logrando que el poderoso chili quedara en eso, en un picantito que no dañó la composición organoléptica de la garnacha, Correcto.

Alcanzada la recta final, el gran equipo que forma La Cucharrena sacó del laboratorio culinario un ravioli de hígado de pato a la naranja, para mi gusto la propuesta menos acertada, salvado del desastre por un Juan Gil de 4 meses, una monovarietal de monastrell, de nariz limpia, con frutas maduras y un paso en boca que sirvió también para acompañar a las albóndigas cremosas de ternera al curri (otra vez el picante no tapaba ningún sabor), incluso al pastel cremoso de chocolate y vainilla fresca, sabor detectado igualmente en el vino gracias a su crianza en roble americano.

En fin, a mí personalmente La Cucharrena me ha cautivado y ya podré contar a mis amigos, que siempre me preguntan dónde comer en Segovia, que hay luz más allá del lechazo y del cochinillo; de los judiones y de los platos potentes castellanos que tanta fama (merecida) ha proporcionado a la Ciudad del Acueducto. Apoteósico Reoyo.

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