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La alcaldesa de Alba de Tormes, Conchi Miguélez, se afanaba, tras la ceremonia, en cargar en su coche dos ventiladores cedidos por una tienda local y un par de focos, mientras el resto de operarios y voluntarios del Ayuntamiento doblaban y apilaban sillas. Algunas, de madera. Otras, de terraza de bar. Cerca de una veintena, sillones de piel con ruedines, salidos de despachos y oficinas del municipio. «A ver si podemos devolverlos antes de que empiecen a cerrar las tiendas», decía la regidora. En total, algo más de cuatrocientas sillas prestadas por todo el pueblo para elevar el aforo del Pabellón Municipal de Alba de Tormes a más del doble de las 450 localidades habituales.
Y eran pocas.
Las esquelas de los cuatro jóvenes fallecidos en el accidente de Galisancho aparecían adosadas a la puerta del pabellón, tapadas por una multitud que abarrotaba los aledaños, que miraba al suelo, que sacudía los abanicos como si pudieran ahuyentar, más que el calor, esa pesadumbre negra, cuajada de 'y si...' que ya no tienen respuesta ni remedio.
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«Raquel, Roberto, Víctor, Roberto», repetía cada poco en su homilía el párroco, que invocaba a Santa Teresa, a su «nada te turbe», al mensaje católico de esperanza en la vida eterna en busca de una pizca de alivio para unos familiares que componían una paradójica escena íntima entre la multitud. Desde el fondo del pabellón, junto a la puerta trasera por la que entraban y salían voluntarios de Cruz Roja cargados de botellines de agua, se escuchaba al sacerdote, que hablaba de espaldas a la grada, y se podía ver a las familias recogidas, cada una alrededor de su difunto formando un semicírculo con esas sillas cedidas por sus convecinos, metáfora perfecta del dolor soportado por todos, de ese «ya sabes, para lo que necesites», que tantas veces se dice en situaciones de duelo y que aquí, con unos simples muebles, se tornaba tan real, tan crudo.
Y volvía a repetir el sacerdote la letanía de nombres: «Raquel, Roberto, Víctor, Roberto». Uno de ellos, Roberto Vicente Sánchez, no tenía esquela propia en la puerta, sino que aparecía nombrado junto a los otros tres amigos en una cartela común. Fue el último en fallecer, el domingo por la tarde. Uno de los cuerpos ni siquiera estaba en el pabellón municipal, sino que aún se encontraba en el Anatómico Forense. La familia velaba un féretro vacío.
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Los periodistas locales más curtidos, hechos a un lado, recuerdan otros casos. Otros sucesos. Ese hombre que murió hace unos años a dos kilómetros de su casa. De su cama. Pero no su nombre. Es difícil recordarlos a todos. Este año han sido ya 48 los fallecidos en carretera solo en Castilla y León.
Pero en Alba de Tormes no son un número para la estadística.
Son «Raquel, Roberto, Víctor y Roberto». Son los chavales que estudiaron en el colegio del municipio, el Santa Isabel, y acudieron después al instituto Leonardo da Vinci, como hicieron Roberto Gómez y Raquel Elices, prima de otro de los fallecidos, Víctor Lucas, que construyeron aquí su pandilla y vivieron sus fiestas patronales. Y que, como hacen tantos jóvenes, solo buscaban un medio para volver a casa desde Santa Inés después de disfrutar de las fiestas. Apenas 15 kilómetros. Un paseo.
Arreciaban los abanicos en el interior, pero cada vez costaba más respirar. Los psicólogos atendían a algunos de los familiares, la Cruz Roja tiraba de camilla, agua y tacto para sacar de allí a los amigos y cercanos a los que les empezaba a faltar el aire. Dentro y fuera, llama la atención la ingente cantidad de jóvenes que se habían acercado hasta el pabellón municipal. Son decenas, pero parecen cientos en este municipio de 5.200 habitantes. Unos 240 de los que cataloga el Instituto Nacional de Estadística tienen entre 15 y 20 años, las edades de los fallecidos. Cuando los féretros se cargaban en los coches fúnebres aumentaron en ellos los llantos, los ojos enrojecidos, la negación con la cabeza. El gesto de los funerarios, tan rutinario para ellos, sacudía a los presentes como una brutal toma de conciencia general. Después, rompía el aplauso rotundo cuando abandonaban el lugar rumbo al cementerio municipal. Uno de los padres se abrazaba con los amigos y conocidos, y repetía: «¡Vaya hostia nos han dado!». Las mujeres en el lateral, a la sombra, tras la ambulancia, empatizaban, «pobres madres, pobres familias». Imposible calibrar ese sufrimiento desolado.
Y después, el silencio. El lugar vacío, sin coches. El camarero de la cafetería de al lado advertía de que se había quedado sin agua y sin refrescos, mientras tres docenas de botellines vacíos se acumulaban en la barra. A cien metros del lugar, el restaurante en el que uno de los chicos trabajaba, que ha enviado su corona de flores como pésame. Y en el pabellón, ya desierto, la alcaldesa apilaba sillas que había que devolver a esos vecinos que desde hoy, como los de otros tantos pueblos de la región, guardarán entre susurros una tragedia demasiadas veces repetida y nunca, jamás, consolada.
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