«Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar en el mar/ que es el morir», cantó Jorge Manrique, versos de amor y tristeza ... para esa verdad de la muerte que a todos nos iguala, verdad que se impone con inmensa dureza en estos días trágicos, cuando se me han ido, avivando tantos recuerdos de la infancia, Evelio Rodríguez, santo y seña de Carbónicas Molina, la única fábrica de gaseosas de Salamanca que sobrevive de las cerca de 150 que existieron (cuatro mil en toda España), y sor Agustina, la monja que en Béjar me llevó de la mano por las primeras letras de la vida.
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Evelio representa la epopeya del empresario levantado sobre el esfuerzo, exponente cabal de una saga de fabricantes humildes que se forjó y ha salido adelante siempre con el viento en contra, porque su tío Juan cogió la idea al vuelo siendo un emigrante más por la Hispanoamérica de los años veinte del pasado siglo, y vuelto a casa se lanzó a la aventura con su hermano. A saber cuantísimo sudor les costaría reunir las mil y pico pesetas (ocho euros) de la primera máquina embotelladora.
Sor Agustina fue para mí providencial. Lo fue, lo sigue y lo seguirá siendo. Contra la barbaridad esa de que «las letras con sangre entran» y frente a alienación despersonalizadora de la educación buenista, de ella aprendí que el cariño, el sentido de lo sagrado, el grito apagado de las dudas y la certeza del misterio van por delante. Con qué alegría íbamos los niños de Béjar al caserón de los Portales de Pizarro a cuya puerta cotidianamente nos aguardaba.
«Vendrán todos los muertos al corazón del hombre», cantó Luis Rosales. Evelio y sor Agustina siempre estarán en el mío. Gracias a Dios, ambos han fallecido entre los suyos, pero cómo me abruman todos esos ancianos a los que en esta sociedad desalmada hemos dejado adentrarse solos en el mar de la muerte. Qué deshonor.
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