TOCAR EL CÓDIGO PENAL
«Lo deseable es que esté lo más afinado posible, con impecable corrección técnica, conceptual y lingüística, con la máxima claridad y concreción, de modo que el margen de interpretación que deje sea también el mínimo posible»
Me decía un amigo que, de un tiempo para acá, la sociedad española estaba recibiendo una lección de Derecho Penal tan intensa como acelerada. Y ... no le faltaba razón. A poco que uno se haya fijado en las noticias y debates que ocuparon los primeros puestos en la atención general, podrá comprobar que una buena parte se refería a cuestiones de esa naturaleza, unas veces relacionadas con reformas en marcha o anunciadas, otras con la aplicación de reformas ya aprobadas y en vigor.
Publicidad
De manera que, antes de pasar revista a tales cuestiones, lo que me propongo hacer con la dimensión reducida que aquí corresponde, y con la convicción de que sería necesario mucho más desarrollo, convendrá dejar sentado un punto de partida común a todas ellas: el Código Penal es un material altamente delicado al que no se puede (no se debe) tratar ni con precipitación apresurada, ni con superficialidad frívola. Tampoco con intrepidez, ni con ligereza. Se trata de un producto legal, fruto de la historia y de la evolución de la sociedad, que cumple una función muy principal. Es el 'mínimo de la ética civil' que marca la frontera entre lo lícito y permitido, que es la presunción general, y lo ilícito, prohibido y sancionado, que es estrictamente lo que allí esté definido (en la jerga lo llamamos 'tipificado', porque siempre nos gustó usar vocablos más particulares). Tiempos hubo en que lo prohibido dependía de la voluntad discrecional del poder establecido, sin mayores garantías. Pero en la época moderna, y especialmente en las sociedades que se rigen por principios democráticos, el ámbito de lo prohibido no puede quedar al pairo de cualquier circunstancia. Cada ciudadano tiene que saber de antemano qué puede hacer y qué no puede hacer, y su certeza es que solo podrá ser perseguido, juzgado y condenado cuando le resulte imputable una conducta constitutiva de un delito que en ese momento esté incorporado al Código Penal.
La consecuencia inicial es evidente: se trata de una cuestión esencial de ese bien tan preciado que llamamos seguridad jurídica. De ahí deriva luego todo lo demás: el principio de legalidad, la presunción de inocencia, la interdicción de la arbitrariedad, la irretroactividad de normas sancionadoras no favorables, y la retroactividad de las más beneficiosas, etcétera. Nuestra Constitución, sin duda porque tenía muy presente de dónde veníamos en la etapa anterior y qué exceso había que evitar, es especialmente explícita en esta materia. Si repasan algunos artículos de su texto (el 9, el 17, el 24 o el 25, entre otros), tarea muy recomendable de vez en cuando, verán enseguida que no dejó ningún cabo suelto al respecto.
Así que lo deseable es que el Código Penal esté lo más afinado posible, con impecable corrección técnica, conceptual y lingüística, con la máxima claridad y concreción, de modo que el margen de interpretación que deje sea también el mínimo posible, ya que un cierto margen será inevitable a la hora de aplicarlo a los casos concretos. Porque luego no valdrá invocar aquello de que la intención del legislador no era «ésa», como hemos escuchado últimamente varias veces. La lección a que se refería mi amigo siempre termina con una distinción fundamental, que en la susodicha jerga la formulamos en latín para darle más empaque; y es que la 'voluntas legis' se independiza de la 'voluntas legislatoris' y actúa por su cuenta, o sea que la ley dice lo que dice, por sí misma, más allá de lo que el legislador pretendió o deseó que dijera. Lo que ha podido ocurrir es que el legislador no se asesoró bien, no dió a la opinión de expertos la importancia que debía, cayó en la tentación del populismo penal, se precipitó, o lo que fuera, y puso en marcha una 'voluntas legis' imprevista.
Publicidad
Ya habrán supuesto a estas alturas que algunas de estas reflexiones estaban hechas a propósito del debate suscitado por la aplicación de la llamada 'ley del solo sí es sí', que es la Ley de garantía integral de la libertad sexual. Y es cierto, al menos en parte. Falta por ver cuál sea el criterio final del Tribunal Supremo, que tendrá que unificar doctrina, y también por comprobar si la instrucción de la Fiscalía, favorable a mantener y no reducir las penas ya impuesta antes de esa ley, tiene efectividad en las decisiones judiciales. De momento está habiendo de todo. Y el hecho de que haya habido jueces y tribunales que han considerado que la penalidad asignada a los delitos sexuales tras la reforma, una vez unificadas las figuras del abuso y la agresión, les obligaba a aplicar retroactivamente la pena más favorable, reduciendo la cuantía de condenas impuestas, significa que, cuando menos, hay un problema serio de interpretación que no se tuvo en cuenta al preparar y aprobar la citada Ley. Despachar el asunto invocando el machismo o el talante fachoso (sic) de los jueces que lo entendieron así, además de inaceptable y ofensivo, no hace más que evidenciar el «escenario intencional» en que se gestaron normas legales de especial repercusión. Con un efecto añadido, que otras normas (se citaron profusamente estos días la 'ley trans' o la de 'bienestar animal') se sospechen igualmente afectadas por similar «déficit técnico» a la hora de plasmar sus objetivos, algunos de los cuales son ciertamente discutibles.
El otro flanco ofrecido a la consideración penal tiene ciertamente otro cariz. Es la reforma planteada en torno al delito de sedición por el que fueron condenados algunos de los líderes más activos del 'procés' catalán. Y no es que no merezca legítimo debate jurídico, que habría que hacerlo con rigor y contando con la opinión de instancias cualificadas (el Consejo de Estado, el Consejo del Poder Judicial, la Comisión General de Codificación, etcétera), que no se ha recabado porque la reforma no se canaliza como proyecto de ley, sino como proposición de los grupos parlamentarios de la coalición; es que esa forma de plantearlo, en el contexto de la negociación presupuestaria, en este tramo de la legislatura, y seguido de «sugerencias modificativas» también del delito de malversación, facilita interpretaciones de alta sensibilidad.
Publicidad
El que se retraiga la sedición a un nuevo delito de desórdenes públicos, sin que se añada la deslealtad constitucional para cualificarlo, y a mucha distancia de la rebelión; el que se pueda establecer una «línea despenalizante» en favor de los condenados, que, uniendo el indulto, la retroactividad favorable por menor sanción del nuevo delito que sustituya a la sedición, el eventual retoque de la malversación, etcétera, conduzca a una especie de «amnistía implícita inducida»; el que parezca verosímil una tesis que escuché a un analista afín, que afirmaba con convicción que «lo que hay que hacer es corregir una sentencia política del Tribunal Supremo con una decisión política del Parlamento».
Claro que todo eso es capaz de contaminar un debate que tal vez se hubiera pretendido como exclusivamente jurídico, pero estamos en lo dicho: que tocar el Código Penal tiene sus trámites y que, si no se observan escrupulosamente, el riesgo de que el voluntarismo punitivo genere mal ambiente es muy elevado.
3€ primer mes
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión