Conozco a alguien que conoce a alguien que era feliz hasta que un día defendió a un compañero ante un jefe tirano. Ese día perdió ... la sonrisa y comenzó a dormir con los puños apretados, tenso, a vivir irascible y a sufrir. Porque ese especimen desgraciadamente abundante en la cumbre de los ecosistemas laborales exigía enviar a la hoguera a quienes cometían la herejía de desafiar su presunta infalibilidad con un presunto error. «¡Qué presuntuoso!», diría la Real Academia. Que es «pretender pasar por muy elegante o lujoso». O capacitado. O profesional. O válido. O simplemente pretender pasar por lo que sea que no se es. Que a veces el diccionario se desactualiza y hay que darle un empellón.
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«¡Más madera!», gritaba el tipo, «¡gasolina!». Y entonces entra en acción el mecanismo de autodefensa, y quienes rodean al vocinglero linchador eligen la opción del tótem de los tres monos: no ver, no oír, no hablar. Si osas incumplir algo tan básico, pasas a convertirte en leña seca para que el jefecillo con aires de Nerón se solace.
No hay nada de liderazgo en eso. Solo soberbia.
Por debajo, además, tiene un doble efecto. La organización que sufre al déspota iracundo se desmorona, podrida por la falta de confianza en quien sacude a los propios. Incluso, les contaría el conocido-del-conocido que me presta el argumento, lo hace igual en público que en privado, lo que destroza la marca/empresa/comercio/club. Esa bajada de autoestima repercute en el trabajo, fomenta la falta de compromiso, la autocensura, el miedo a proponer y a arriesgar. El mendrugo del látigo obtiene una obediencia forzosa que es solo de cartón piedra. Y para cuando al fin se descubre su rostro auténtico y se va, tras él solo quedan cenizas.
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