Interior del hospital Río Hortega. Alberto Mingueza
Vidas breves

Viajes siderales

«En los hospitales hay un motor interno que no para, como esos robots que por la noche recorren los pasillos con ropa para la lavandería»

Teresa Sanz Nieto

Valladolid

Lunes, 28 de julio 2025, 06:56

A las cinco de una tarde de julio las aceras arden, pero en el Río Hortega no existen las estaciones. Las puertas giratorias te arrojan ... a un vestíbulo que podría ser el de una estación de tren, si fueras con maleta, o el de un centro comercial, si tuvieras algo que comprar. Allí todos llevamos en la mano un mapa con instrucciones claras: 'sala xxx, nivel x'. Después del aturdimiento inicial, cada cual elige un camino, como si participáramos en una silenciosa prueba de orientación, y temiéramos que se nos pasara la estación correcta. Es un ambiente extraño y a la vez, todos –o casi todos– sabemos dónde ir; seguimos un cauce invisible, sorteando aduanas que nos van compartimentando a nosotros y a nuestros problemas, que a veces son rutinarios y otras veces trágicos. Con todo ello, en los hospitales hay un motor interno que no para, como esos robots que por la noche recorren los pasillos con ropa para la lavandería.

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En la sala de espera hay una pareja joven, una niñita con una corona de princesa acompañada por sus padres, un hombre solo. Una mujer mayor sale de una de las cabinas, impecable, con su falda azul y una camisa blanca festoneada con un bordado, con esa compostura sencilla y a la vez orgullosa: pulcritud y pundonor. Pienso en mi abuela, que reservaba una muda para el día que no había más remedio que ir a ver al médico. Todos tan diferentes a este lado de la puerta, y todos acabamos como los hijos de la mar de Machado, casi sin nada, delante de un escáner.

Cuando dicen tu nombre entras en la cámara de descompresión, como un astronauta leonés. Dejas la ropa que te indican y pasas al otro lado, donde ya tu cuerpo no te pertenece, o no tanto como hasta hace un momento. En la sala oscura entras con frío, pero enseguida sientes sudores. Nunca te tumbas bien del todo, nunca entiendes bien las instrucciones; no digamos en las mamografías, una proeza imposible, como si el cuerpo tuviera la culpa de no adaptarse a la anatomía de una máquina. Los sanitarios marcan órdenes breves y concretas, que repiten muchas veces cada día, mientras miran una porción de ti en una pantalla misteriosa. Podrían ser unos extraterrestres que nos estuvieran analizando si no fuera porque de pronto surge algún comentario entre compañeros como «falta esto o lo otro» o «¿quién libra mañana?». Y entonces te das cuenta de que no son batas con patas, sino también simples mortales, como nosotros, los de la sala de espera. Pienso en esa frase del escritor Anatole Broyard, que escribió con precisión sobre la experiencia de la enfermedad: «No es necesario que el médico nos ame ni sufra con nosotros. Me conformaría con que rumiase mi situación durante acaso cinco minutos, con que examinase mi alma, además de mi carne».

Cuando todo termina, vuelves a tu celda de un metro cuadrado, recuperas la camisa y te acuerdas otra vez de tu nombre. Y mientras enganchas las pulseras de las sandalias, reparas que, justo encima de la banqueta, han puesto una de esas láminas en serie que se reparten por las paredes de las consultas, de las habitaciones de hospitalizados, de las salas de rehabilitación. Es un campo de lavanda en plena floración, como los que estos días colorean Castilla, y que este año no he visto ni olido, pero sé que están ahí. Y ese cuadrito me hace sentir bien, como esas fotografías que veía de pequeña en los tomos de la enciclopedia ilustrada, de las cataratas del Niágara, o de la sabana africana. Lugares que pensaba que de mayor vería, porque tenía tiempo de sobra para ello. Lugares que ahora sé que no veré, y no me importa demasiado: hoy no podría observar esos paisajes con toda la intensidad, emoción, entrega y, sobre todo, tiempo que tenía entonces, ese tiempo inmenso de las tardes de verano aburridísimas de la niñez, repletas de deseos.

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No hay avión que te permita llegar más lejos que esos viajes siderales de la imaginación. Es imposible llegar más allá que en esos trayectos a través del espejo del miedo y la esperanza. Cuando rodeas la puerta giratoria del hospital y de repente el sol cae sobre ti, es como si volvieras desde Saturno a la Tierra.

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